En los intersticios del relato parental a la búsqueda del inconciente infantil – Revista Actualidad Psicologica – 2003

Silvia Bleichmar

Publicado en Revista Actualidad Psicológica, Nº 313, Buenos Aires, Octubre 2003

El psicoanálisis de niños no es ajeno, indudablemente, a los grandes problemas que atraviesan la práctica analítica en general.  Más aún, podemos decir que en este campo se manifiestan de manera paradigmática muchos de los problemas que aquejan tanto a su teoría como a los modos de intervención con los cuales se pretende hoy el alivio del sufrimiento psíquico: el  desligamiento entre teoría y práctica, la acumulación de aporías que no anulan la verdad del descubrimiento freudiano pero que somete a caución la racionalidad de una operatoria que muchas veces tropieza más con la obcecación de los analistas que con la resistencia de los pacientes, la ausencia de ordenamiento de las propuestas en el marco de una teorética que posibilite su puesta a prueba respecto a la metapsicología garantizando al mismo tiempo su revisión como cuerpo teórico y no como conjunto doctrinario, y en particular, en la oscilación entre modos dogmáticos o intuitivos con la cual se justifica la toma de decisiones,  la elección de propuestas prescriptivas con las cuales definir el proceso adecuado para la modificación de determinados modos de sufrimiento, de ciertas formas de funcionamiento, de riesgos en general que acechan a la vida psíquica.
Sabemos que es imposible hoy sostener una técnica única para el ejercicio de la práctica analítica. Se oponen a ello la diversidad de paradigmas, la dificultad para lograr un corpus unificado de teoría, el hecho de que cada escuela ha ido estableciendo, de uno u otro modo, formas de operar, modos de regir su trabajo, y que estos modos mismos se ven a veces constreñidos por la pertenencia de los analistas a instituciones que regulan su práctica. Por otra parte sabemos también que nadie puede hoy, en nuestros tiempos, permanecer en “la pureza” de una opción teórica; inevitablemente, las conversaciones de colegas, en los salones o en los pasillos, impregnan de modo espontáneo los enunciados. Aun en los círculos más cerrados, cuando de discutir material clínico se trata, analistas kleinianos terminan recurriendo a la función del padre y a algunos lacanianos se les cuela uno que otro comentario sobre la “madurez” o “inmadurez” de un niño. Cada uno de ellos, cuando intenta ampliar su horizonte clínico – nos referimos por supuesto a quienes guardan capacidad de compromiso, consigo mismo y con sus pacientes, no de los que por razones espurias repiten siempre los mismos enunciados y les importa poco el destino de los seres humanos cuya toma a cargo les compete – termina en el marco de una enunciación en la cual su ser de sujeto kleiniano, lacaniano o de cualquier otro orden estalla en el enunciado mismo.

Sin embargo la escisión en escuelas y paradigmas obliga, indudablemente, al abandono de la  ilusión de una técnica unificada que responda a una teoría  sólidamente instalada, por lo cual queda por definir si es posible la regulación de modos de la práctica sobre la base de la confrontación de algún tipo de coherencia intrateórica respecto al conjunto de principios reguladores que trasciendan lo meramente institucional y, por supuesto, aquello a lo que obliga constantemente una realidad que tiende hoy a regularse socialmente por la ley de mayor ganancia y no por la ética de la mejor eficacia clínica.
Podríamos decir, en primer lugar y para ir puntuando estos elementos en común, que más allá de las diferencias todos los analistas concordamos en la propuesta de una etiología representacional del sufrimiento psíquico, y que esta convicción respecto al carácter determinante de la realidad psíquica constituye el eje de nuestras intervenciones y de nuestros diagnósticos
Hasta acá, todo parece ordenado, pero sabemos que es insuficiente, que no basta, y que no sólo nos diferencian los modos de empleo del tiempo, de la justificación de las formas de pago, de los modos de intervenir o no intervenir, del empleo de la interpretación o del silencio, sino también, en el psicoanálisis de niños, como campo “de frontera”, vale decir cuyo estatuto aún está en debate, ejerciéndose en los bordes de la constitución misma de la tópica psíquica, de la fundación del inconciente; instalándose en las fronteras de la intersubjetividad en los tiempos de instauración y pasaje de las determinaciones estructurantes del Edipo a las constelaciones singulares intersubjetivas; operando en los limites del lenguaje, en el momento en que el sujeto es nominado, hablado, lanzado a un mundo de símbolos cuya apropiación se incita y cuya significación se sustrae. Campo devastado por los intentos sistemáticos de difuminarlo ora en una psicología general, ora en un interaccionalismo intersubjetivo que asume aires de modernización bajo los auspicios de una “interdiscursividad” en la cual la especificidad de la neurosis, la determinación sintomal y hasta el inconciente mismo tienden a diluirse.
Campo en el cual aún nos topamos tanto con el intento de puerilizarlo como de reducir las diferencias que impone su abordaje, y en el cual están en debate los modos de determinar la instalación del tratamiento e incluso el objeto: Individual, familiar, binomio, inclusión o no de los padres aún cuando se conserve la perspectiva del modelo clásico para el paciente. Se trata no sólo de opciones técnicas sino de determinaciones que afectan la práctica respecto al objeto y al método; definidas de modo intuitivo más que conceptual en la mayor parte de los casos, regidas por una teorética en los menos – vale decir por el empleo de un conjunto de propuestas metapsicológicas que rigen la práctica y que son, a su vez, sometidas a caución a partir de esta práctica misma.
He abordado en múltiples trabajos mi  preocupación respecto a la necesidad de ubicar en la consulta con niños los parámetros con los cuales es el modo de funcionamiento del aparato psíquico, es decir el momento de constitución del sujeto, aquello que determina la elección del empleo de una u otra forma de abordaje, subordinando entonces las premisas de instalación de la situación analítica a la existencia de inconciente constituido por represión, modo de aparición del conflicto, carácter del sufrimiento respecto a su instalación en el sujeto o en los otros significativos, y en particular la dominancia estructural que posibilita cercar las relaciones entre defensa y deseo en el marco del síntoma o del trastorno(1).
Es entonces la perspectiva metapsicológica la que obliga a un proceso de indagación respecto a tales condiciones, indagación centrada tanto en el reconocimiento de la estructura del aparato psíquico en cuestión como de los determinantes históricos que llevaron a sus modos de organización y contenidos particulares. Que este proceso se denomine diagnóstico a falta de una palabra mejor no quiere decir ni que se intente una cosificación a partir de rotulación psicopatológica ni tampoco que los elementos de exploración asuman la forma del llamado “diagnóstico psicológico”que consiste en la aplicación de una andanada estandarizada de tests que no arrojan ningún tipo de hipótesis de trabajo. Sólo se trata, en este caso, de definir el mejor modo de abordaje, a partir de que  la relación entre método analítico e inconciente debe ser definida a partir de los modos dominantes del funcionamiento psíquico.
Habiendo tomado partido hace años por considerar al psiquismo infantil como siendo de origen exógeno, traumático y en desfasaje con el mundo natural, no me referiré a esto sino sólo para afirmar que si en múltiples trabajos anteriores apunté a la necesaria distinción entre el discurso parental y el inconciente infantil, si mi preocupación ha sido ir cercando los momentos de su constitución y el modo con el cual el inconciente se constituye por metabolización y diferenciación respecto a las condiciones de partida que incluyen los fantasmas de los otros primordiales – y en particular del adulto sexualizante  – quisiera marcar hoy, en estos párrafos, la función que atribuyo a la entrevista madre – hijo (llamando madre en este caso, sólo por razones estadísticas, a quien tiene a su cargo tal implantación fantasmático – sexual determinante).

No sería posible en estas páginas extenderme sobre la totalidad del modelo que he ido construyendo a lo largo del tiempo ni ofrecer toda la fundamentación teórica del mismo. Sólo me interesa remitirme a un aspecto que no deja de generar polémicas y cierta dificultad para su instrumentación incluso por quienes vienen trabajando en la dirección que mis desarrollos proponen. Me refiero a la entrevista madre – hijo destinada al conocimiento de las vicisitudes históricas del niño, entrevista realizada al final del proceso diagnóstico y cuyo interés se diferencia claramente de dos opciones presentes en las prácticas terapéuticas: la llamada anamnesis, historia en realidad de la enfermedad y no del sujeto psíquico, y del lado opuesto, en el interior del psicoanálisis mismo, la introducción de lo que Maud Mannoni llamó “La primera entrevista”, en la cual se intenta establecer algún tipo de significación del síntoma a partir del deseo manifiesto de la madre.
Ni la historia-relato concebida como causalidad última – porque no es lo acontencial relatado lo que produce el surgimiento del síntoma – ni el discurso que da cuenta del deseo materno pueden ofrecernos la significación del síntoma, que habrá que buscar en los vericuetos del inconciente del niño. De lo que se trata es, precisamente de abrir las coagulaciones de la historia-relato, suerte de “novela del adulto” sobre el niño, en un movimiento en el cual entre el discurso y sus fracturas se inaugura un hiato que permite la suposición de un espacio en el cual la teorización infantil articula el fantasma a develar.
La razón, por otra parte, por la cual esta historia debe ser tomada al final y no al comienzo del proceso diagnóstico radica en que su conocimiento no produzca excesos de sentido ni obstaculice la observación de los espacios carentes de sentido en las entrevistas con el niño. Es en ellas, en el movimiento de despliegue de las representaciones del sujeto en cuestión donde se encuentran los enigmas y las hipótesis que esta entrevista no salda pero intenta cercar. No es a partir de la historia relato del adulto que se plantean las hipótesis acerca del funcionamiento del niño, sino a la inversa; ellas surgen de los elementos lacunares que el encuentro con éste deja como marca cercada pero no rellenable, del juego entre nuestro conocimiento y sus insuficiencias, del establecimiento de una génesis no como proceso evolutivo preformado ni como realización estructural sino como conjunto de hipótesis retrospectivas que permiten la articulación determinante del pasado respecto a los modos de manifestación del sufrimiento presente.
Quienes siguen estas líneas pueden preguntarse cuál es la razón por la cual no hago intervenir a ambos padres en esa entrevista. Me baso para ello en la diferencia que ya he explicitado en otros textos entre organización edípica y familia, intentando reproducir en ese momento de la consulta los cuatro términos que implican tres miembros más lo que entre ellos circula – en términos clásicos acuñados por el modelo conocido de Lacan “el falo” – de modo de evitar abrochamientos entre dos términos de a pares que impidan conocer los modos de inclusión-exclusión con los cuales el niño se implanta en esta estructura. En segundo lugar, el otro significativo me interesa en particular en tanto implantador de lo sexual, organizador de sus transcripciones preconcientes, dando cuenta de los modos con los cuales tanto la articulación de los fantasmas como el desgajamiento de los cuerpos se correlacionan en el proceso de constitución del psiquismo infantil por relación a los modos de pautación que la cultura impone(2).

Tal vez sea necesario, a esta altura de estos desarrollos, introducir algunos fragmentos de una entrevista para ilustrar los modos con los cuales se definieron las intervenciones respecto a una consulta que tuve ocasión de realizar hace ya algunos años. Armando era un niño de nueve años que presentaba una constelación de problemas de los cuales los más relevantes eran su tendencia a crearse dificultades en el colegio por la no aceptación de normas de convivencia básicas – desorden en sus tareas y aspecto personal, actitudes payasescas, falta de interés en la aprobación del adulto o incluso desestimación de sus comentarios – y un cuadro más instalado de oscilaciones de su autoestima con obesidad.
Luego de algunas entrevistas con los padres y otras a solas con el niño, éste vino a mi consultorio con su mamá, sentándose muy atentamente a su lado, en el diván, dispuesto a escuchar su relato y a intervenir para preguntar o corregir alguna información que considerara desacertada.
“Fue mi primer embarazo logrado -dijo ella de inicio-, muy importante, muy deseado, porque yo había perdido otro embarazo”. Había aclarado previamente ante esta señora, cuando le hablé de cómo íbamos a trabajar, que podía contar aquello que considerara adecuado, y que si había cosas privadas que surgieran tendríamos un espacio privado, posteriormente, donde compartirlas. Y agregué: “No se preocupe. Si llegara un momento en que en la entrevista Ud. recuerda algo que prefiere no contar delante de él, yo en ese momento la voy a ayudar y voy a intervenir diciendo: “Tu Mamá se acordó de algo que tiene que ver no con vos sino con una cuestión privada, de su intimidad, y así como acá pueden pasar cosas que son privadas tuyas, también hay cosas que son de tu mamá”. Intentaba con ello abrir dos espacios, señalar que hay dos subjetividades, dos intimidades, lo cual considero fundamental para la constitución de la subjetividad: los espacios diferenciales de la intimidad, que remiten a la intimidad en la tópica, a las puertas cerradas, a la represión que separa al sujeto del otro y de su propio deseo, intimidad y espacio que ambos deben respetar, que yo misma voy a respetar.
Pero no era el caso, y Armando, un tanto azorado, acotó: “¿Perdiste un bebé? ¿Por qué?  ¿Qué pasó? Yo no sabía…” Entonces la madre siguió aclarándome a mí: “fue un embarazo anembrionario…” Y el niño nuevamente: “¿Qué quiere decir?” Y ella ahí le respondió: “No hubo bebé, sólo un huevito… “¿Cómo que no hubo bebé? ¿Dónde estaba el bebé?” A lo cual ella aclara: “No, no había bebé, solo estaba el huevito” y Armando concluyó con un tono resuelto y un tanto extrañado: “¿Entonces qué perdiste? ¿Un huevito?” Respuesta maravillosa que marcó una distancia, ya que durante años la madre había considerado guardar un secreto terrible, y el niño, con un realismo extraordinario al estar ausente de tal fantasmatización había otorgado una nueva significación. Y entonces la madre, pensativa, le acarició la cabeza y dijo “Y sí, un huevito, tenés razón” en el marco de una escena de mucha ternura.
Despejado el fantasma del muerto que nunca existió, surgieron entonces los modos específicos de significación respecto al niño “Al año nació Armando, primero empezó a moverse y después no se daba vuelta y yo sentí que decía: mirá: acá estoy yo y hago lo que quiero. Fue la primera vez que sentí que él hacía lo que quería, cuando se empezó a mover y cuando decidió no darse vuelta”. Armando se ríe con mucho placer cuando la madre dice esto, como garantizando que él hace lo que quiere, cuando justamente lo que viene apareciendo en las entrevistas previas es cómo está totalmente cautivo aún en las payasadas que  no puede dejar de hacer para sus compañeros, en el rol que ocupa en la familia y en algo que luego se verá más claramente: la forma con la cual su madre se ha apropiado de su cuerpo al punto de que él engulle sin conciencia de la relación existente entre éste y su boca, cuerpo que no le pertenece, bañado y vestido aún por esta mamá  que mistifica su independencia y que ve todo signo de diferencia como oposición y desafío.
“Al final se dio vuelta -continúa. Nació con 3,300 kg. buen peso, pero era muy largo, no era un bebé gordito; y yo le decía al pediatra ¿por qué no es gordito?  Y él me contestó: tu hijo es flaco, nació flaco y va a ser flaco toda la vida, olvidate de un bebé gordito. Y a mi me gustaban los bebés gorditos…”
Esta madre, que en la primera entrevista me contó que venía de una familia de obesos, que estaba muy preocupada por el sobrepeso de su niño, ni siquiera tenía noción de lo que estaba afirmando. Pero Armando, en tono de reproche hizo el señalamiento que yo no necesité formular: “Sí, ¿Y ahora?” A lo cual ella, sin responderle directamente, agrega: “Le di pecho hasta los 9 meses, yo no trabajaba y me encantaba darle”. Y ante mi pregunta de si lo disfrutó, y si él era un bebé muy simpático respondió dejándome totalmente fuera de lugar: “No, agradable no, caracúlico era” ¿Se acuerda de ese programa de televisión que hablaban de los caracúlicos? nosotros decíamos caracúlico es. Y el se ríe… porque curiosamente es una mamá que dice estas cosas… las dice tan desenfadadamente y con tanto afecto en el tono, que él no lo siente como algo lesionante y terrible, como que los dos se ríen de que él era caracúlico. Entonces dice, Y ¿por qué? y ella dice: y yo que sé por qué, así eras, siempre con cara de enojado. Bueno, no sé, tenía cólicos, le dolía la panza. Es interesante lo de caracúlico con los cólicos.
Pido entonces que me cuente un poco más de esos cólicos, presumo la posibilidad de que haya habido cólicos del primer trimestre por la presencia de una mamá en la cual se combina la ansiedad con el deseo de alimentarlo en exceso, de tener un bebé gordito, de calmar toda angustia con comida. Lo cual es confirmado en los siguientes términos: “Duraron unos meses y luego se le fueron. Yo no podía despegarme…”
En ese momento Armando la acaricia y le pone la mano sobre la rodilla como si la estuviera acompañando. Es una escena de mucha pñenitud afectiva entre ellos, pero no tensa, sino como si él la entendiera, como si él la acompañara, ahí. Y ella agrega “yo quería el bebé de juguete, sonriente, tranquilo y no sabía qué hacer cuando él empezaba con el llanto, no podía entender qué quería ni qué le dolía”.
El discurso muestra la dificultad para codificar: ella pretendía que el bebé le pusiera en evidencia qué era lo que le pasaba, que lo manifestara de algún modo distinto, y su angustia era desbordante: “Yo terminaba durmiendo en el piso, al lado del moisés. Le di chupete dos años, hubiera usado cualquier cosa para calmarlo…” – Y es evidente que lo que está en juego no es sólo el valor narcisista del pecho, ni el placer de intercambio, sino que la razón por la cual le daba de comer sin parar era porque necesitaba calmarlo. No pudiendo codificar de un modo que no fuera bajo formas orales la demanda de su niño, la boca debía ser constantemente llenada para que no expresara angustia. Y, cuando a los 9 meses quedó embarazada nuevamente, Armando empezó a tener diarreas a repetición,   hizo un colon irritable, y dejó de comer verduras y azúcar porque todo lo evacuaba.
“Me enteré del embarazo recién a los dos o tres meses, no me había dado cuenta” agrega, y se produce una escena que no fue sencillo desentrañar, porque Armando dice: “¿Y cómo te quedaste embarazada?” “Ya te expliqué, dice ella”. Él insiste: “¿Pero no dijiste que no te enteraste?”  Y ella: “Y, sí, no me enteré.”  Armando nuevamente: “¿Pero cómo no te enteraste?” – mientras le toca la pierna y avanza cada vez más con la mano… la madre intenta seguir hablando mientras le saca la mano pero sin aludir a ello, y él insiste en acariciarla, de modo insinuante…
Pregunto entonces qué sabe él del nacimiento de los niños y le propongo a la madre que escuche lo que él realmente está preguntando, porque le está preguntando algo más. Armando me explica que el papá pone el bebé en la mamá. Y yo entonces aclaro que por eso preguntaba ¡cómo la mamá no se enteró, si el papá se lo puso adentro!.
Entonces es cuando la madre aclara “No, mi amor, eso se hace también por pasión, por placer, por pasarlo ¡bárbaro”! – mientras le toma los cachetes con los dedos y le hace un gesto de cariño mientras lo mira a la cara… Y luego de esa escena tan erótica cuenta cómo se deprimió en el segundo embarazo, y tan deprimida estaba, que salió de la depresión pensando que peor hubiera sido un cáncer.
Y luego de expresar este fantasma terrible relata que ella tiene una hermana diecisiete meses menor, y que siempre pensó que no le haría a su hijo lo que le hicieron a ella. Y ese embarazo lo vivió como algo de destino, y le produjo una sensación terrible, haciéndole revivir no sólo la separación primordial con su propia madre sino una falla terrible respecto a su propia función como madre, al no haber podido evitar hacerle a su hijo lo que sintió que tanto la dañó a ella. “Me sentía con mucha culpa, porque con mi hermana nos llevamos tan pocos meses… Yo me sentía tan mal, estaba muy deprimida, viví con mucha culpa este embarazo. Siempre pensé: no les voy a hacer a mis hijos lo mismo que me hicieron. ¡Y otra vez lo mismo! Me sentía muy culpable, cómo no lo había podido evitar… Entonces le permitía a él hacer lo que quería… No le ponía ningún límite, lo dejaba hacer de todo. Usó chupete hasta los dos años, si no quería ir a su cama lo dejaba en la nuestra, comía donde quería, él no era muy cariñoso de chiquito.
Armando la mira y dice: “¿Cómo que no era cariñoso?” Ella me responde a mí: “Quería hacer lo suyo, no quería quedarse abrazado, no sé…” Era tal su necesidad de ser perdonada por este hijo por haberle hecho ese presunto daño imaginario, que necesitaba que él diera muestras constantes de cariño; porque así como las madres depresivas escuchan muchas veces más llanto del que realmente tiene el bebé, hasta que ya no sabemos si el que el bebé llora más que otros porque su mamá está deprimida y no lo puede atender debidamente o es que ella percibe de un modo distinto por su propia depresión, así esta mamá tenía tal exigencia el amor para ser perdonada que en su propia fantasmática se sentía insatisfecha de lo que recibía de su niño. Y en virtud de ello le pregunté si realmente pensaba que el hijo no era cariñoso o que tal vez por la culpa que ella sentía  había necesitado más muestras de amor que lo usual: que él se dejara mimar, que le perdonara con mucha efusividad el hecho de estar embarazada. Quedó un rato pensativa y agregó: “Nunca lo pensé”. A lo cual Armando acotó: “Yo soy cariñoso.”
Mi intervención no es exactamente una interpretación, no alude a un contenido inconciente reprimido sino que intenta el relanzamiento de un fragmento coagulado de la vida psíquica, de una cristalización de sentido en la historia. Algo quedó abrochado, e intentamos ponerlo nuevamente en movimiento. Se trata de hacer circular de otro modo esto que se ha producido.
Y cuando Armando dice que él sí era cariñoso, ella agrega que no, que hacía lo que quería, lo cual me lleva a mí a señalarle que tal vez ella siente la diferencia como oposición, como falta de cariño…
Ante mi señalamiento la mamá intenta hacerle cosquillas en la panza, mientras él se rehusa riendo. “¡No ves, no ves que no te dejás! dice ella. Y ante mi intervención agregando que tal vez Armando se sienta un poquito grande para ese tipo de contacto ella formula: “Ah, ¡yo no puedo pensar que crezcan!” ante la mirada tierna de su hijo que le responde: “Pero crecemos”, produciéndose un breve diálogo entre ellos respecto al crecimiento, en el cual la madre dice que le duele que crezcan y él le aclara: “¿Y por qué, si yo te quiero igual?”
Y como si no fuera parte del mismo recorrido, sin percibir en absoluto que el tema que iba a abordar remitía a la separación del bebé de la madre, a la deambulación como alejamiento del cuerpo materno, ella afirma pasar a otro tema, para informarme que empezó a caminar a los 13 meses, agregando “Yo creo que se dio cuenta por mi embarazo de que ya no podía tenerlo tanto a upa” Lo cual lleva a Armando a preguntar con tono gracioso: “¿Y me tiraste al piso?” mientras se ríe, a lo cual ella responde: “¡Nooo!, ¿cómo te voy a tirar?” pasando a relatar que él  se golpeaba mucho, luego, cuando caminó, y también más tarde. A lo cual Armando agrega: “Sí, me lastimé jugando al fútbol”. Y ante mi pregunta acerca de si él cree que esto de lastimarse o golpearse puede ser debido a que tal vez no sepa muy bien dónde termina su cuerpo se ríe y dice: “Acá termina”, señalando la pierna de ella. Es muy interesante porque hay una delimitación ahí del espacio con relación a la madre. Y ella agrega: “Él a veces no sabe… Intenta sentarse en una silla sin correrla, entrando de costado, como si pudiera pasar, o quiere sentarse con nosotros cuando estamos viendo tele y a veces no entramos los tres en el sillón”.

En las líneas que anteceden se puede percibir claramente que el registro que intento en una entrevista para tomar la historia no se reduce al deseo de la madre – que por supuesto está presente – ni a la evolución del niño desde el ángulo de una génesis aislada, sino al modo con el cual se van produciendo los intercambios libidinales entre la madre y el hijo, las formas con las cuales se van instalando las dominancias libidinales en la subjetividad del niño, los destinos que van orientando la vida pulsional, las resignificaciones en las articulaciones edípicas y el modo con el cual se establecen los procesos de ligazón o de fallas en las ligazones primarias que sostienen el entramado sobre el cual se constituirá la tópica.
Metabolización y transformación del deseo del adulto, hiato abierto en el cual se constituye el fantasma infantil, sabemos que el sentido del síntoma, los complejos modos de producción de un trastorno, sólo pueden ser cercados, balizados, para generar las condiciones de su abordaje de un modo que posibilite su ensamblaje en el interior del psiquismo infantil cuando nos aproximamos a ellos tratando de definir su posicionamiento tópico y el modo de instalación del conflicto.
Si la depresión materna funcionó como un elemento constitutivo del modo con el cual Armando organiza su relación al semejante, si los modos de sobreinvestimiento oral producidos por la ansiedad materna se combinaron con el deseo de un niño gordito en esta mujer que propició la obesidad de su hijo más de patrones genéticos familiares, es indudable que la causalidad que opera en el momento de la consulta para el despliegue del sufrimiento del niño no es del mismo orden que las condiciones que lo produjeron, y que es en los saltos y discontinuidades entre los miembros de esta díada más que en sus continuidades y ensamblajes donde se abre el sentido de los síntomas que el tratamiento debe ayudar a develar.
La entrevista madre-hijo para transitar por la historia permite ese balizamiento, así como la circulación de significaciones coaguladas al abrir el relato para fracturarlo por líneas que son precisamente los puntos de significación fallida en las cuales se marca la presencia de la singularidad psíquica que permite la desaparición del acontecimiento y su transformación en traumatismo constitutivo, en discontinuidad subjetivizante.


(1) Ver al respecto La fundación de lo inconciente y Clínica psicoanalítica y neogénesis, Amorrortu Ed.

(2) He definido en otros textos la prohibición edípica como el modo con el cual cada cultura acota la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto y el complejo de Edipo como las resultantes fantasmáticas de este movimiento en el psiquismo infantil. A partir de lo cual mi interés en el tercero está centrada en primera instancia en estas cuestiones, y luego en las formas identificatorias residuales que de ellas resultan.

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