La Conversación. LA PENSADORA NACIONAL – CARAS Y CARETAS – Septiembre 2007

Silvia Bleichmar, una autoridad indiscutida en el campo del psicoanálisis y una de las pensadoras más profundas y originales que dio la Argentina del Siglo XX, murió en agosto. Días antes, mantuvo una entrevista con Caras y Caretas. Este es nuestro Homenaje.

Sus padres la iniciaron en los valores de la cultura, y ella no traicionó el mandato. Le tocó ser una niña atravesada por temas tan duros como la vida y la muerte,  que atrapó a varios de sus antepasados en  campos de concentración nazis. A los 4 años ya leía, estudiaba danzas, francés, y se refugiaba de los vientos hostiles de Bahía Blanca  acurrucada en el sótano de la Biblioteca Rivadavia, donde leyó casi todo. Ahí adquirió la capacidad de soñar, virtud que según ella hemos perdido la mayoría de los argentinos allá lejos y hace tiempo.
Después vinieron tiempos duros que azotaron a casi todos. También a esta provinciana que llegó a Buenos Aires ávida por concretar sus sueños. En el 70, ya separada y con niños, empezó un análisis que la empujó a dejar Sociología para abrazar al psicoanálisis como objeto de estudio. Poco después, llegó el exilio.
Cuando volvió al país tras 10 años con algunos terremotos geológicos y de los otros sobre las espaldas, su mayor miedo era no volver a sentirse jamás como un pez en el agua. El tiempo y su sabiduría derribaron esa creencia. Ni siquiera el temor a desmarcarse del discurso “psi” le hizo perder el espíritu crítico que mamó  desde la infancia, junto a una tradición ética que insta a recuperar para sobrellevar con dignidad los designios de la época.
Recientemente elegida Ciudadana Ilustre de Buenos Aires, la doctora en Psicoanálisis Silvia Bleichmar no ha perdido en estos años su irrenunciable amor por la vida, a la que acaba de ganar una partida difícil, y mucho menos su convicción de que los afectos siguen siendo lo único capaz de generar milagros cuando truena el desaliento.
-Hagamos memoria sobre sus antepasados.
-Mis abuelos venían de Europa. A los paternos no llegué a conocerlos. Heredé una anécdota conmovedora de mi abuela materna. Contaba mi madre que un día, cuando no tenía nada para comer, empezó a hacer ruido con las ollas para que los vecinos no se dieran cuenta. En mi familia se discutió durante años si no hubiera sido mejor pedir ayuda en lugar de agitar las cacerolas vacías. Cuando fueron los cacerolazos, yo decía que a las ollas no sólo hay que llenarlas con alimento, sino con dignidad, y esa convicción me fue trasmitida a través de su ejemplo. En El verdugo en el umbral, Andrés Rivera cuenta que la suya, en medio de un pogrom, salió a enfrentar a los soldados de la Guardia Blanca, que huyeron al oírle decir que en su casa había tifus. En mi familia se contaba algo parecido, pero yo creía que era un invento de la abuela hacer huir al enemigo diciendo que su familia estaba enferma y contagiosa.
-Citando a Borges, ¿Sus padres la engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida?
-Sin duda. Mi madre nació acá y era muy argentina. No me voy a olvidar cuando me contó  cómo vio arrastrar por las calles al sillón de Irigoyen en el 30, y su terrible congoja ante esa orgía de la derecha más fascista. Había sido costurera, y aunque no terminó el secundario tenía esa solidaridad de la mujer que compartió con otros y desde muy chiquita el trabajo asalariado. Este hecho me ha llevado a pensar que el ser humano no sólo produce sufrimientos físicos en otros, sino que es capaz de producir sufrimiento moral, y creo que mis padres me trasmitieron el respeto y la indignación hacia la humillación del otro.
-En aquellas épocas el autoritarismo solía reinar en el hogar…
-No en mi casa. Mi padre era un hombre de gran autoridad moral y al mismo tiempo con una profunda convicción en el debate. Nosotros podíamos discutirlo todo. Mis hermanos usaban las paredes del patio con acusaciones muy graciosas, como “sos un estreptococo disfrazado”, todo con mucha aspiración de cultura. Era curioso porque por un lado estaban pactados hasta los horarios de comida, pero yo había hecho  un museo de ciencias naturales en mi cuarto, lleno de frascos con arañas y víboras; para mis padres era una muestra de inquietudes. Yo recuerdo esa infancia como algo muy complejo. Corrían los tiempos de la guerra, mi padre perdió a su madre y  parte de su familia en un campo de concentración. Así que mi vida estuvo muy atravesada por la historia, ya que mis padres eran muy partícipes de ella. Alicia Dujovne Ortiz una vez me dijo que yo operaba con la memoria de la pobreza, y eso también está ligado a ellos.
-Es imposible no creer en el mandato…
-Yo guardo una dedicatoria de mi padre, y era arrasador lo que me proponía: “a mi hijita Silvia, que es lo que más quiero, que elija siempre el camino de la verdad, que es el más difícil, pero el que más satisfacciones le va a dar en la vida”. Yo tenía 7 años, y mi papá escribía en mal castellano, pero con mucho orgullo.
-Así como Manuel Puig se refugiaba en el biógrafo de Gral. Villegas, ¿usted cómo hacía en Bahía Blanca?
-A nosotros nos dejaban ir al cine una vez por semana. Entonces la literatura fue un refugio extraordinario. Empecé a leer  a los 4 años y a los 7 ya había terminado con el material infantil de la Biblioteca Rivadavia, que era modelo en la Argentina. Entonces me abrieron el sótano con sus 70 mil volúmenes, y mis padres me mandaban a las 2 y media de la tarde y me recogían a las 6 y media en invierno y a las 7 en verano, con un libro que me llevaba a casa para devolver al día siguiente. La literatura me permitió sustraerme de esa ciudad tan difícil, de clima tan inhóspito, cercada por chacareros de un lado y  militares del otro, y con La Nueva Provincia pegada a la Catedral, frente a la Municipalidad. Tengo un recuerdo imborrable de Diana Massot, hoy una de las directoras del diario, cuando fue el golpe del 55. “Ahora vamos a tener mucamas por 300 pesos”, le oí decir cuando salió gritando a la Plaza San Martín.
-Dicen que las mujeres han nacido para complacer al padre, ¿cómo se ha llevado con los hombres siendo una mujer tan puesta?
-Yo me casé por primera vez a los 19 años, después tuve mis hijos en una segunda pareja, pero fueron relaciones extramatrimoniales bastante cortas. Hasta que conocí a Carlos, y armamos uno de los primeros antecedentes de lo que se llama una familia ensamblada. Él crió a mis hijos, y yo al suyo. Me encanta decir que a ningún hombre le faltó a mi lado un plato de comida caliente. En eso soy muy de campo, me gusta la vida de familia, disfruto mucho el ocio compartido. Vengo formada por una ideología en la que el hombre es un compañero, no un rival, y nunca lo sentí como una traba para mi despliegue personal. En mi educación hubo poco espacio para la auto conmiseración. Aprendí que si hay un obstáculo ideológico, la única manera de vencerlo es esforzándose más.
-¿Las mujeres autosuficientes asustan a los hombres?
-No existe la autosuficiencia. Existe la posibilidad de instalarse de una manera más sólida, pero la dependencia emocional es universal. Y ojala que dure siempre esa necesidad del semejante.
-Me impresionó profundamente la carta que le escribió a su maestro Jean Laplanche antes de volver del exilio donde hablaba de su miedo a no ser nunca más un pez en el agua o a que el agua la devore.
-Lo del pez en el agua tiene que ver con la capacidad de sacar la cabeza. El pensamiento crítico se caracteriza por ese juego de sumergirse con los otros y sacar la cabeza para poder pensar y respirar de vez en cuando. Yo lo llamo sueño del delfín, que duerme con una parte del cerebro despierta porque no tiene agallas, y luego sale a respirar. Los saltitos que da son respiratorios, no sólo lúdicos. Hay que hacer como él: dejarse llevar por el sueño, participar de las grandes ilusiones y conservar al mismo tiempo un hemisferio despierto para poder seguir pensando y respirando.
-¿Así hizo retroceder al miedo?
-Es que para mí el regreso fue maravilloso. No sabían qué hacer conmigo porque charlaba con todo el mundo, en las tiendas, con los diareros, con el frutero. Era un placer tan grande estar de vuelta, aunque también muy duro. El país había cambiado mucho, y se habían perdido valores y  aportes culturales muy fuertes.
-Tanto que los niños, su especialidad, pasaron de ser los únicos privilegiados a ser botín de guerra.
-Exactamente, y pasó otra cosa impresionante: uno sentía que la dictadura había arrasado con un proyecto histórico, no sólo con la gente, y que de él no quedaban casi restos en las representaciones compartidas con otros. Había cambiado el lenguaje, estaba mutilada la historia, había como una fisura entre el país que había dejado y el que encontraba. Además esos años dejaron una marca brutal: se instaló una moral pragmática,  donde el miedo operó como una coartada fenomenal para las complicidades que se establecieron.
-¿Alguna vez se arrepintió del regreso?
-Ni bien recuperé mi sensación de pertenencia, confirmé que no hay otro lugar en el mundo en el que quisiera vivir. Sé que el bienestar de que goza un sector está montado sobre el malestar de muchísimos, pero acá tengo derecho a incidir, y esa responsabilidad para mí es irrenunciable.
-¿Es fácil hacerle el cuento del tío a los argentinos?
-La mezcla de cinismo e ingenuidad de nuestra ciudadanía es impactante. Lo demostraron los 90, y lo ratificaron las recientes elecciones en la capital. El argentino tiene algo de histérico, dispuesto a comprar cualquier ilusión que le vendan y al mismo tiempo profundamente avergonzado de su credulidad. Más allá de la desconfianza que hay hacia los distintos estamentos, efecto de un desgaste brutal de la ética en el país. Se quejan de ser estafados, pero no aprenden.  Después dirán que no tuvieron nada que ver.
-¿Le tiene miedo a la vejez?
-Yo tengo un anhelo de vivir que me hace devorar la vida. Hace poco me tocó luchar por ella. No me pregunté “por qué a mí”. Sé que uno es conciente de los forzamientos que realiza con su propio cuerpo y de la forma en que entrega cuidados. Pero lo más maravilloso fue recibir tanto amor; en Salta se hizo una cadena de sanadores, una iglesia evangélica de Córdoba pidió por mí. Debo ser la única que no prendió una vela, porque mi cartesianismo no me lo permite. Además tuve el privilegio de contar con una medicina excelente. Porque hoy se teme más a la vejez que a la muerte ya que es difícil garantizar una vejez confortable desde el punto de vista material y moral. La nuestra es una sociedad que ha ido instaurando cierto desprecio por los viejos y no tiene organizaciones de salud ni de contención que permitan que la vejez sea una etapa que enfrente a la muerte, más allá de la angustia que implica, con mejores condiciones para la vida que se va desplegando. En el 2002 había un cartel en Plaza de Mayo que decía: “no tenemos trabajo, no nos jubilan, no nos morimos”.
-¿Qué sintió al ser nombrada ciudadana ilustre de Buenos Aires?
-Tenía ganas de decir, como en Filomena Marturano, “ahora no me muero nada”. Los premios son maravillosos porque convalidan lo hecho, pero al mismo tiempo son el cierre de una etapa, lo que redobla la exigencia, más aún siendo una provinciana que llegó sin saber dónde quedaba la calle Rivadavia. Yo amo esta ciudad, y no hay nada en la vida más bello que el amor correspondido.

Señas Particulares
Nació en Bahía Blanca el 13 de septiembre de 1944, hija de un lituano que llegó al país a los 14 años  con pasaporte falso y de una argentina de origen ruso.
A los 16 vino a estudiar a Buenos Aires, siguiendo los pasos de sus dos hermanos varones. Empezó sociología en el 69, casi al mismo tiempo que su primera terapia. Terminó recibiéndose  de psicóloga después de dar 24 materias en dos años. Mientras tanto, integró  la dirección del Centro de Estudiantes de la UBA.
Entre sus libros de psicoanálisis se destacan En los orígenes del sujeto psíquico, La fundación del inconsciente, Clínica psicoanalítica y neogénesis y, el último, Paradojas de la sexualidad masculina. En el  2002 publicó Dolor País, y el más nuevito, No me hubiera gustado morir en los 90, lleva ya varias ediciones agotadas.

 

Cara y ceca
En 1976 partió al exilio, y se radicó en México. Desde allí obtuvo su doctorado en Psicoanálisis en la Universidad de París VII, bajo la dirección de Jean Laplanche. También asistió a las victimas del Terrorismo de Estado argentino y dirigió para UNICEF unprograma de asistencia psicoanalítica a los niños afectados por el terremoto de México de 1985.

 

Amores y desamores
Ya con dos hijos, conoció a Carlos Schenquerman, que sumó a la familia el suyo propio. Están juntos hace 36 años, y a él le gustaba llamarla “madre putativa” porque no podía parar con su devoción por cuidar a la gente, incluidos sus 7 nietos.
De los 90, sólo rescata el caso María Soledad, donde quedó fuera de discusión la responsabilidad de los culpables gracias a la respuesta de la sociedad ante el crimen
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Caras y Caretas – Año 46 – Nº 2.214
Septiembre de 2007

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