“La Argentina es un país con sentimiento de orfandad” PERFIL.COM – 2006

Una de las máximas referentes de la psicología nacional analiza lo que somos, dónde estamos y hacia qué lugar vamos. Cree que hay alguna recuperación de la dignidad y marca la rotación de los miedos. Apuesta a las reservas morales de la sociedad, pero alerta sobre los efectos de nuestro costado fascista.

Ávida lectora de los síntomas sociales, esta prestigiosa psicoanalista califica de perversa a la caridad, a la que prefiere reemplazar por los lazos de solidaridad. | Fuente: Cedoc

—En los 90 nos creíamos “los mejores del mundo”, después de la crisis de 2001 pasamos a tener la autoestima por el piso. ¿Y ahora qué?

—No sé si nos creíamos los mejores del mundo pero una parte importante de los argentinos sentía que estaba haciendo usufructo de algo que le permitía vivir temporalmente con más confort. Al mismo tiempo, había un sentimiento de vergüenza profunda. El 2001 produjo un golpe brutal. No sólo a la economía argentina sino también al orgullo y la dignidad. Además, tuvimos una sensación muy terrible de un país que se derrumbaba económicamente y en todo aquello que se había construido, es decir, todas esas cosas que nos habían permitido sentirnos como un país de excepción en Latinoamérica. Hoy la sensación es como de cierta recuperación de la dignidad. No diría de la esperanza sino de la dignidad, con mayor respeto por la cultura del estudio y del trabajo y con menor denigración del esfuerzo. Estamos menos sumergidos y tenemos la expectativa de poder recomponer algo de todo lo perdido. Sin embargo, todavía no podemos estar orgullosos. Va a ser difícil reponerse de tantos años de inmoralidad y de depredación pero nos sentimos un poco más dignos y no sólo es un sentimiento nuestro sino a nivel continental.

—¿A qué se debe este cambio?

—Los argentinos nos resistimos a desaparecer, no como país sino como sociedad. En este momento tenemos una sensación muy contradictoria porque no se logró construir un proyecto histórico ni tampoco se pudo impedir que parte del avance de la depredación se conserve. La mayoría de la población vive el día a día en la medida en que se ha producido una grave despolitización. La gente siempre que sale a plantear alguna demanda aclara que no está haciendo política, como si hacer política fuera mala palabra. La política ha quedado tachada como inmoralidad, corrupción en beneficio propio, con lo cual no hay participación del país en la definición de las grandes cuestiones. No obstante, hay mayor respeto entre nosotros, más allá de que no es fácil remontar tantos años de desrespeto e indignidad. Hay más preocupación por la recomposición ética. El sentimiento de dignidad no está dado tanto por lo que se espera de las instancias gubernamentales sino por lo que se espera que recuperemos nosotros mismos.

—A partir de diciembre de 2001 en adelante, ¿qué preocupaciones aparecieron como las más importantes de los argentinos?

—Uno de los temas principales es la rotación de los miedos. La paz es el derecho a los miedos privados y los argentinos hace años que no tenemos derecho a los miedos privados, es decir, miedo a los perros o a la soledad.

—¿Y a qué le tememos?

—Le tenemos miedo al terrorismo de Estado, a los golpes, a la devaluación, a la hiperinflación y ahora aparece el tema inseguridad. Pero creo que el opuesto de inseguridad no es seguridad. Lo opuesto a inseguridad es impunidad. Uno se siente inseguro cuando no tiene claro de qué manera puede ser protegido frente a aquello que lo atemoriza. Uno se siente inseguro cuando no sabe cómo defenderse. Y en realidad, la perversión en la que cayó el sistema jurídico y policial en la Argentina hizo que una enorme cantidad de gente se sintiera desprotegida. Es un país con un sentimiento de orfandad. De modo que cada uno se siente a cargo de su propia vida.

—En referencia a la clase media ¿se podría decir que su mayor miedo es quedar fuera del sistema productivo y del mercado de consumo?

—En este momento ese temor ha disminuido porque quienes sobrevivieron a la exclusión se sienten de este lado de la orilla. Pero el esfuerzo que hacen para sostenerse agarraditos de las hierbas que crecen en el borde es tan grande que cualquier cimbronazo puede volver a despertar ese miedo. Yo diría que ése fue uno de los mayores temores de 2001 y 2002. Ahora hay mucho menos miedo en los sectores de la clase media. Y una de las cosas que se dieron aquí es que la gente tiene más miedo a la exclusión y al deterioro que a la muerte misma. Es decir, un miedo del que se habla poco pero que está muy presente es el miedo a que después de los cincuenta años, si no se tiene garantizado un cierto bienestar económico sólido, el trabajo ya no da garantías porque la experiencia no se ha convertido en un valor en la medida en que los cambios que se van produciendo hacen que la estructura se devore permanentemente a los jóvenes y escupa a muchos de los que tienen entre 45 y 60 años.

—Sin embargo, ese temor de quedar fuera del mercado laboral no parece ayudar a ser más tolerante frente a la problemática de otros sectores. Es decir, la clase media hace cacerolazos cuando se ve amenazada pero se queja cuando los desocupados cortan las calles…

—La clase media que logró sobrevivir no quiere ver la miseria. Y hay dos razones de esta indiferencia hacia los excluidos. En el mejor de los casos, por lo que un sociólogo como Sennett ha llamado la fatiga de la compasión: en la medida en que se sienten impotentes para remediarlo, entonces tratan de no verlo porque les produce sufrimiento. En el peor de los casos, por indiferencia y porque quisieran que se meta la basura bajo la alfombra. Lo más grave de esto es el discurso que piensa que la responsabilidad del Estado hacia los excluidos es caridad y no responsabilidad del conjunto de la sociedad, con lo cual a la exclusión se le suma la humillación. Tenemos una clase media que hoy se estabilizó temporalmente y que se permite entonces ejercer esa diferencia.

—¿Es mejor no ver al “otro” excluido para paliar la culpa y poder seguir con la vida cotidiana?

—En una parte, sí. En un sector hay angustia de ver la pobreza, no solamente culpa sino temor a verse reflejado en ella. Incluso esto genera hostilidad en los que excluyen, porque es como si no se quisieran ver en un espejo posible de lo que podrían haber sido o lo que podrían ser. En otro sector está la angustia de no poder remediarlo. Y en otro es simplemente indiferencia e imposibilidad de identificación con el semejante.

—Usted, en su último libro, desliza que de algún modo una porción de la sociedad convalida la deshumanización a través de la caridad, ¿por qué?

—La caridad es muy perversa. No es lo mismo que la compasión o que la solidaridad. La caridad es dar lo que te sobra e incluso toma características tan perversas que denigra al otro. Hay ONG muy preocupadas en este momento por recuperar ciertos aspectos de la dignidad de los excluidos y que han venido a suplir ciertas acciones fallidas del Estado. Sería cuidadosa al enjuiciamiento de la sociedad argentina. Creo que sí sería fuerte respecto al reclamo de la sociedad. La clase media ya no ejerce la caridad, ejerce la solidaridad.

—¿A qué responde esto?

—El que alguna vez padeció algún sufrimiento o teme padecerlo se identifica más con el prójimo. Considero que una parte importante de la clase media se identifica con los pobres no sólo por su condición actual sino por la historia familiar que la precede. Y en ese sentido recupera lo mejor de la condición humana. Quienes hacen caridad pierden el concepto de semejante, conservan un concepto biopolítico: lo mantengo con vida porque es criaturita de Dios. Se lo reduce a lo biológico. Que le alcance para comer pero que no se le ocurra gastar en algo de lo que es específicamente humano: una entrada de cine o una copa de vino.

—¿Esto está relacionado con que los pobres no sólo están excluidos material sino también simbólicamente?

—Exacto. Por eso me conmueve mucho la forma en la cual la gente que produce bienes culturales se preocupó por incluir a los excluidos. Desde revistas como las que circulan de desocupados, las cooperativas que se hacen de cartoneros y las funciones de teatros que se realizan de modo gratuito. La gran lucha de la sociedad argentina es la reducción de la miseria biológica y la no exclusión de los bienes simbólicos.

—¿Considera que hoy es un momento oportuno para llevar adelante esta reconstitución social?

—Creo que hay una posibilidad de disminución del daño producido. No veo todavía un proyecto capaz de producir una recomposición y recuperar los elementos fundamentales del país que tuvimos. Pienso que es muy difícil la recuperación de la educación y la salud pública. El estado de deterioro es muy severo. Se están haciendo muchos esfuerzos, pero el desaliento es muy grande en cuanto a todo lo que hay que hacer y la forma geométrica en la cual se incrementan los problemas. Yo sigo apostando a las reservas morales, políticas y sociales de la sociedad civil argentina. Pero también creo que hay un sector muy importante de la sociedad argentina que tiene un lado fascista.

—¿Por qué?

—Me parece que hoy corremos el riesgo de una fascistización producto de un deseo de seguridad que no repara en las condiciones que producen el incremento de la criminalidad. Y en lo personal, no creo que la criminalidad sea producida por la miseria. Más bien pienso que la criminalidad es el efecto del resentimiento profundo por las promesas incumplidas. Así como las clases populares reciben la economía degradada de las clases ricas, también reciben la ideología degradada de los ricos. En un país donde se ha robado y matado tanto y se ha sido impune, por qué razón no se reproduciría esto hasta el infinito en aquellos que han perdido toda brújula.

—¿La transgresión de las normas en la vida diaria también es consecuencia de esta degradación de la ética?

—Sí. Por ejemplo, cuando yo era niña las madres decían: “Si robás, me muero de vergüenza”. Y ahora dicen: “Si robás, te echan de la escuela”. El imperativo categórico (“esto no se hace”) pasó a ser una cuestión pragmática. De todos modos, en muchos planos se sigue sosteniendo ese imperativo categórico. Hay zonas donde la palabra sigue teniendo valor. Pero igual la gran preocupación es cómo lo que tendría que ser algo que tiene que ver con la conciencia moral, con la culpabilidad, se transforma en temor al castigo exterior. Y es preciso tener claro que no hay ninguna sociedad que se pueda sostener si no es sobre la base de la incorporación interna de la norma. Hay que recomponer subjetivamente los conceptos éticos y no se puede hacer esto hasta que no haya confianza en el conjunto de la población de que esto nos atraviesa a todos.

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