El carácter lúdico del análisis

Tal vez porque a los analistas, en su condición de “hijos de vecinos” como todo el mundo, les es aún costoso darle a su práctica con niños el estatuto que tiene, cierta mistificación se manifiesta en la tendencia a establecer una deificación del juego, la cual se pone de manifiesto claramente en la expresión “hora de juego”, cuando nadie ha tenido la extraña idea de llamar a la hora de análisis con el adulto “hora de hablar”… Un analista que, siguiendo esa misma modalidad, llama al espacio con el cual trabaja con los niños “sala de juego” – tal vez por la confusión creada por ciertas técnicas de psicoterapias “lúdicas” con las cuales se pretende diluir la especificidad del psicoanálisis – me contaba hace poco que un pequeño paciente le había dicho: “¿Vos tenés un cuartito de hablar para grandes y otro para chicos?”, dejando claramente sentado que él entendía perfectamente a qué iba a su tratamiento, más allá del medio que empleara para dar a conocer sus conflictos.
Sin embargo, tanto recurso al juego no ha permitido aún delimitar claramente su estatuto en psicoanálisis, ya sea como equivalente de la libre asociación – vale decir como medio de aplicación de la regla fundamental para los niños – o como actividad de producción simbólica que da cuenta del nivel de progreso psíquico; falta aún establecer ciertas especificaciones que permitan darle un estatuto preciso en psicoanálisis, tanto desde el punto de vista del método como de su estatuto metapsicológico. Comenzaremos por la segunda en razón de que se puede afirmar que la función de la primera depende de la segunda: es decir que su lugar en el interior de la teoría y la técnica psicoanalíticas están determinadas por su función general en el psiquismo.
El juego en su carácter de producción simbólica, en sus relaciones con otros procesos de constitución de la simbolización, requiere que nos posicionemos en la intersección de dos ejes: el del placer, al cual remite “lo lúdico”, y el de la articulación creencia-realidad, que lo ubica en tanto fenómeno del campo virtual. Es en este sentido que constituye un sector importante del amplio campo de las formaciones de “intermediación”, dando a esta expresión una connotación que, en su proveniencia winnicottiana, es necesario sin embargo precisar.
Intermediación: entre el espacio de la realidad y las creaciones fantasmáticas del sujeto. En este sentido, algo del orden de un producto que perteneciendo a la realidad consensuada, no deja de regirse por ciertas leyes del proceso primario: anulación de las legalidades que se sostienen en la lógica identitaria (o soy un pirata o soy un niño) sustituido por el “y…y” con el cual el proceso primario queda exento de toda contradicción (soy un pirata “y” soy un niño). Modo de funcionamiento que no puede sostenerse más que en el plano de la creencia, que implica cierto clivaje longitudinal del psiquismo con previo establecimiento de dos planos que se despliegan. Lo cual nos lleva al segundo aspecto:
Prerrequisito de clivaje psíquico, en términos que posibilitan el despegue de un espacio de certeza y otro de negación, teniendo como sustento la represión originaria. Si este clivaje no se realiza, el pseudo juego es la realización de un movimiento de puesta en acto en el mundo de una convicción delirante, que no sólo da cuenta del fracaso parcial de la función simbólica en el sujeto sino también se torna irreductible al proceso de comunicación – cerrado a todo intercambio, definido por el carácter lineal de quien emite el mensaje en su intención de posibilitar sólo una comunicación sin retorno. La existencia de este clivaje implica un tercer rasgo que es necesario poner de relieve: el juego, como puesta en escena de una fantasía, no puede hacerlo sino por medio de ciertos niveles de deformación en los cuales aquello reprimido emerja y al mismo tiempo se encubra – al igual que ocurre con el sueño o con el arte. La incomodidad de los analistas de niños convocados a verdaderos rituales canibalísticos (comerse a la hermanita, huesito por huesito con placer evidente, aunque sea el objeto originario reemplazado por un muñeco), exhibicionistas o sometidos a partenaires masoquistas del niño, pone de relieve que el juego, como toda actividad sublimatoria, es posible en tanto haya transmutación de meta y de objeto. La riqueza de la sesión de análisis consiste, precisamente, en la posibilidad de que uno de ellos (meta u objeto) quede temporariamente en suspenso por la emergencia de fantasmas reprimidos, fracturada la deformación y atrapados los retoños más cercanos a lo reprimido en virtud de la activación que la instauración del dispositivo de la cura genera como espacio de circulación libidinal.
Se plantea así una cuestión central, que es la relación existente entre función simbólica y placer, o, dicho de un modo más directo, la relación entre simbolización y sexualidad, que ha tenido en psicoanálisis diferentes destinos. Haremos una propuesta sucinta a efectos de situar en este texto nuestra concepción general de la función simbólica, en la cual lo lúdico encuentra un lugar privilegiado.
Señalemos en primer lugar que concebimos a la función simbólica no constituida como efecto de la ausencia del objeto, sino de un exceso. Es el hecho de que en la experiencia primaria de satisfacción se introduzca un exceso irreductible a la evacuación de la satisfacción de necesidad autoconservativa, productor de tensión y requerido de otro tipo de procesamiento, aquello que está en la base de la función simbólica. Que a posteriori, ante la ausencia del objeto se alucine una representación que la obture, no da cuenta del prerrequisito sino del efecto: lo que posibilita la simbolización no es la ausencia del objeto sino el plus que genera en tanto objeto paradojal, aplacatorio de la necesidad y suscitador de libido. Su ausencia activa esta representación producto de su exceso, que se ha implantado en el psiquismo presta a retornaren su función de obturador privilegiado del displacer. Es en este sentido que la alucinación primitiva se constituye como prototipo de toda función simbólica, con la complejidad que esto representa, en razón de que, más que de simbolizar otra cosa, se funda un nuevo territorio, una materialidad nueva, aquella del pensamiento, que no remite a nada ajeno a sí mismo, y que encontrará las vías de ensamblaje con lo real sólo a posteriori.
Si la función simbólica se establece entonces por el hecho de la existencia en el psiquismo de la implantación de la sexualidad humana como plus de placer no reductible a lo autoconservativo, a la necesidad, aquello que da cuenta de su presencia lo constituye el autoerotismo, modo de ejercicio del placer cuyo fin práctico no responde a ninguna ley de naturaleza, sino simplemente a un intento de reequilibramiento de la economía psíquica. Tal vez esta marcación de la relación entre función simbólica y autoerotismo, que se encuentra paradójicamente en las bases mismas de posibilidad de establecimiento de lo lúdico, de cuenta de la vertiente en la cual lo sexual sublimado, desexualizado, tiene un lugar princeps a posteriori en el establecimiento del juego, dando cuenta a la vez de los modos mediante los cuales podemos cercar metapsicológicamente la aparición de actividades compulsivas cuya ganancia de placer directo no pueden llevar a ser confundidas con el juego en sentido estricto.
En los orígenes mismos del psicoanálisis esta cuestión fue planteada. No hay más que revisar el caso Erna para encontrar a Melanie Klein atentamente preocupada por separar los índices en los cuales aparece un intento de empleo comunicacional del juego en su paciente, de aquellos momentos en los cuales la compulsión -auto o heteroerótica- ganan la actividad de la niña. Y sin embargo, hay un elemento que obstaculiza toda la comprensión: y es, como residuo de la dominancia psicoanalítica de su tiempo, el endogenismo con el cual la fantasía es concebida como de pura proveniencia subjetiva, sin anclaje en lo vivencial, que ha depositado de modo traumático evidente en la paciente restos de escenas presenciadas que emergen en sus juegos como fragmentos no digeridos de lo real.
Al igual que ocurre con los traumatismos severos, de los cuales fragmentos enteros aparecen en el interior de formaciones simbólicas tales como el sueño o el arte, en el juego de estos niños que han sido sometidos a traumatismos reiterados vemos emerger fragmentos de lo real vivido sin metabolización ni transcripción, ante los cuales es necesario más que interpretarlos restituirlos en su carácter simbólico a través del establecimiento de formaciones de transición. Y es en este sentido que considero que la dominancia aparecida en estos años de considerar a la intervención del analista como meramente lúdica es insuficiente, y que debe ser restituido el valor de la palabra como modo de simbolización dominante en la función analítica.
Establecidas entonces ciertas precisiones respecto al juego como función simbólica, nos introducimos en el segundo aspecto planteado: su función en el análisis de niños. El intento de Melanie Klein de constituir al juego como equivalente de la libre asociación es el acto fundacional más fuerte por generar un campo que otorgue al análisis de niños un estatuto que permita la aplicación del método. Sin embargo, como lo hemos formulado en múltiples ocasiones, el método sólo es posible de ser aplicado en la medida en que el objeto – vale decir el inconciente en su correlación con los otros sistemas psíquicos – se ha visto fundado, y en este sentido el juego puede operar “al modo de un lenguaje”, en el sentido semiótico, siempre y cuando su materialidad sea precisamente esa, la de constituir un sistema abierto a la comunicación.
Del mismo modo que no toda expresión verbal puede considerarse lenguaje, y los significantes pueden operar a la letra, desprendidos del doble eje que los articula como representaciones-palabra, las acciones que un ser humano realiza no son “mensajes” sino para aquel que se encuentra dispuesto a leerlo. Los actos, así como las marcas de la naturaleza, no son mensaje sino para quien esté provisto de un código de lectura; este es el sentido profundo de la palabra símbolo, que en términos semióticos implica siempre la existencia de una ley o regla capaz de proveer la significación.
En este sentido, si algo caracteriza al método analítico, no es el empleo de la palabra sino la operatoria sobre ella realizada, la cual consiste en ponerla a circular de modo tal que en su ensamblaje con otras palabras permita el acceso a una significación velada no sólo para el sujeto, sino también para quien lo escucha. No es entonces el “hablar” lo que posibilita el lenguaje, sino un modo de hablar y un modo de escuchar que implican la posibilidad de acceso a esa estructura segunda que constituye el inconciente.
No es tan simple el traslado de estas premisas al análisis con niños. En primer lugar, porque lo que se ha escamoteado durante años a través de discusiones supuestamente técnicas acerca de la capacidad del niño de dar cuenta de su sufrimiento por medios verbales, es el hecho de que los años de infancia son los de constitución del aparato psíquico y no todo el malestar que pone de manifiesto una consulta da cuenta de la presencia de síntomas en el sentido estricto del término, como formaciones del inconciente, en virtud de lo cual tampoco todos los niños llegan al consultorio preocupados por los riesgos que su padecer puede ocasionarles ni acuciados por el sufrimiento intrasubjetivo que permite su acceso. Pero en el plano específico que compete a estas ideas que estoy desarrollando respecto a la función del juego, aún cuando se pudieran implementar las condiciones de la cura con aplicación del método, queda por definir desde dónde se legitima el código de interpretación que rige los enunciados del analista, en la medida en que el hecho de que toda producción simbólica pueda ser revertida en lenguaje, no quiere decir que el modo de conversión sea directo, ni mucho menos trasladable sin más de un sistema a otro.
Es indudable que la escuela inglesa, a la cual debemos los orígenes mismos del empleo del juego como modo de acceso al inconciente infantil, estuvo a su vez atravesada de cabo a rabo por una concepción del inconciente como innato, carente de toda singularidad en razón de ser la sede de fantasías presentes desde los orígenes de carácter universal; esto generó en el analista la ilusión de que, simétricamente colocado respecto a su paciente, tenía una percepción inmediata que permitía la formulación de interpretaciones que con el tiempo devinieron más y más cliché, carentes de toda originalidad y repetidas hasta el hastío.
Por su parte Winnicott, cuyo aporte se centra en la constitución de lo transicional, vale decir de los espacios en los cuales se genera la relación del sujeto al semejante, y por los cuales transitan los objetos que circulan entre ambos, al cercar un orden de realidad que da todo su peso al terreno de la producción de sentido en la constitución del entorno humano, otorgó un lugar al juego que constituye, más allá del carácter material que éste asuma, un modelo fenomenal respecto al lugar de la ilusión en el proceso de constitución de la realidad (producción de intermediaciones simbólicas de carácter constitutivo, del mismo orden que aquel que Castoriadis ha intentado modelar bajo el concepto de “imaginación radical”, o, en el plano de la historia de las religiones, Mircea Eliade bajo la denominación de “lo sagrado”).
En este sentido es que el juego da cuenta de algo del orden antropológico, más allá del juguete: el hecho de que la realidad humana no sólo no se opone a la ilusión, a lo imaginario, sino que toma su carácter, logra su investimiento, a través de estos articuladores. Y este es el valor fundamental de su pensamiento, al cual hay que rescatar de la puerilización a la cual cierta psicología psicoanalítica lo ha reducido, al considerar a Winnicott como un analista del juego y no como un teórico de lo lúdico – en tanto espacio simbólico de placer, generador de sentido, que debe ser sometido a la prueba de la palabra cuando de analizar se trata.
Es por este sesgo que volvemos ahora a la función del juego en análisis de niños con la intención de precisar sus alcances y limitaciones; y, en primer lugar, su carácter de rehusarse a la comunicación cuanto más próximo se encuentra de dar cuenta del inconciente reprimido. Y esta afirmación, que contradice absolutamente lo que Klein propondría, no es sino la extensión de la perspectiva paradojal que toda su obra nos propone. ¿En qué la sostenemos?
Si lo real no comunica nada, más que para un lector entrenado, el inconciente, como estructura segunda, en su materialidad de base, no comunica sino por sus efectos, y esto a aquel que posea algún método de lectura. Es este “realismo del inconciente”, su carácter de realidad material que no afirma ni niega acerca de sí misma, lo que nos permite sostener la afirmación de que el inconciente es aquello que, por estar excento de toda intencionalidad, se ve cerrado a la comunicación De aquí la necesidad de volver a posicionar juego e inconciente, tanto en su articulación como en su disyunción, ya que si por medio del juego se puede acceder a algo del inconciente, no es entonces el juego mismo lo que se interpreta – así como no se interpreta “el lenguaje” como, que en última instancia sería tarea de lógicos y gramáticos – sino la presencia en él del inconciente.
Y es acá donde se aplican las mismas reglas que para el análisis en general: y en principio volviendo a poner de relieve que el analista no es un hermeneuta que construya sentido, sino alguien provisto de método que va encontrando, en el proceso de construcción de hipótesis de aproximación al inconciente, indicios facilitados por un sujeto que colabora en esta tarea. Decir que no es hermeneuta pasa por reconocer que no tiene código de acceso al inconciente, y que sólo posee método y algunos conocimientos generales acerca del funcionamiento psíquico y de un conjunto de fantasmas descubiertos por el psicoanálisis a lo largo del siglo que operan como repertorio a disposición que permite la evocación por transición de ciertas significaciones posibles.
Es acá donde se plantean las grandes dificultades del empleo del juego como equivalente de la palabra en la aplicación de la regla de libre asociación. Si el código de la lengua es compartido, y esto posibilita que se pueda preguntar, desde un lugar de interpelación: “qué entiende Ud. por manzana”, es porque hay también alguien dispuesto a romper con lo obvio sin responder que, por supuesto, todos sabemos qué es una manzana, ya que es precisamente de eso de lo que no se trata.
Pero en lo que respecto al juego, o a las acciones desplegadas por el infantil sujeto, falta la categoría “código compartido” de inicio. Y es acá donde la teoría ha intentado ocupar ese lugar, convirtiéndose en una suerte de sistema de transcripción simbólica que no da lugar a ningún tipo de construcción singular del sentido. Sabemos, por otra parte, que este estilo no es sino la forma extrema de cierta propuesta de una simbólica transindividual que ya ocupa un lugar en Freud, particularmente en “La interpretación de los sueños”, pero remite sobre todo a conjuntos coagulados de sentido en la sociedad de pertenencia, aún cuando tome los visos de una universalización insostenible.
Sin embargo, hay un hallazgo enorme en este intento por convertir al juego en discurso, y éste consiste en dar a la sesión analítica la perspectiva de un espacio en el cual todo aquello que ocurre deviene “mensaje” (y ello por efecto de transferencia). Por eso es necesario subrayar que cuando hablamos del juego en tanto vía de acceso al inconciente, sabemos que se trata del juego en análisis, y no del juego en general, como formación simbólica o lugar de crecimiento psíquico (así como cuando hablamos del lenguaje en análisis, hablamos de este bajo una óptica que no es la de los lingüísticas ni la de los gramáticos). Melanie Klein misma subrayó el lugar de la palabra en el análisis de niños, no solamente como lugar desde donde generar significación del juego sino también como criterio de finalización del tratamiento, aludiendo a la capacidad de verbalización como modo princeps de dar cuenta de la apropiación del sujeto respecto a sus mociones inconcientes.
Detengámonos un momento más en esta transformación del juego en discurso, para volver a la categoría “mensaje”. Lo que caracteriza el intercambio entre los seres humanos es el hecho de que no se puede dejar de tomar lo que el otro hace, aún en silencio, bajo el rubro de “lo que me quiere decir”. En este sentido, los analistas de niños retoman esta tradición en su práctica para determinar como mensaje aún aquello que se cierra a la comunicación, y hacerlo devenir intercambio. De forma tal, que un sujeto se plante en la puerta sin atreverse a cruzar el espacio, ha sido interpretado bajo una forma canónica – no siempre acertada – que formula “vos me querés decir que no te sentís seguro de entrar”, interpretación no por desacertada menos eficaz, en la medida en que da un carácter comunicacional al acto del otro.
Del mismo modo ha devenido ritual fetichizado la caja de juegos, de la cual nada puede entrar ni salir, ya que es en el juego de permutaciones de sus elementos donde se organiza una batería significante mínima que posibilita la producción de sentido. Fetichización que lleva a los analistas a olvidar que la caja es un mero medio para acceder al fantasma, y no un medio de educar – antes en la frustración, ahora en la castración – al niño para enfrentarse a las limitaciones y exigencias de la vida de interacción.
Más allá de todas las discusiones y cuestionamientos realizados respecto a la interpretación del juego bajo los modos cosificados que hemos señalado, y del adosamiento de la teoría como código adherido que ha propiciado un cierto clasicismo psicoanalítico, es indudable que ciertas modalidades actuales de empleo del juego no han venido a resolver los impasses anteriores sino a ahondar sus vicios. Así, algo que se ha puesto de moda desde hace algunos años – tal vez porque desresponsabiliza al practicante respecto a su palabra y le permite sentir que no se compromete en su interpretación – es la participación del analista sólo como partenaire de juego, en la certeza de que responde a “un discurso lúdico en los mismos términos”, sin que haya en realidad ningún parámetro que permita medir de qué manera se han producido los intercambios. Esto tiene algo semejante al modo con el cual los niños que imitan los sonidos de una lengua creen hablarla, mientras su interlocutor sostiene la ilusión de que algún tipo de intercambio de sentido se ha producido. En mi opinión, esto es transformar lo accesorio en central, y conlleva serios riesgos de mistificación.
La única significación plausible de ser transmitida es aquella que constituye el lenguaje, en su articulación discursiva – sea hablado, escrito o de señas – y es ésta la que permite dar lugar a un nivel de polisemia restringido de los intercambios interhumanos. El analista que se limita a jugar, ha perdido de vista totalmente que el análisis es del orden del sentido – del sentido del síntoma, del deseo, del inconciente, pero del sentido al fin – y no de la mera acción ni educativa ni de obtención de placer, por muy meritorio que esto fuera. O ha vuelto a una suerte de espiritualismo en el cual sostiene la creencia de que la comunicación con el semejante se establece por mimesis a través de órdenes del placer sin que ello amplíe el conocimiento sobre el inconciente. Propuesta seductora en razón de que realiza un doble deseo de infancia: jugar y permanecer al margen de los riesgos que provoca el reconocimiento de la propia ignorancia y el desconcierto al cual el otro humano nos somete.
Por supuesto, queda por definir bajo qué coordenadas se hace posible la interpretación del juego una vez abandonada la ilusión de universalismo endogenista de las representaciones. De modo somero podemos decir, y sólo como introducción al tema, que tomado el juego en su carácter discursivo circunscripto, no equivalente al lenguaje, debe ser siempre enmarcado, por un lado, por la palabra hablada que abre el rumbo de lectura que posibilita el acceso al sentido, y por otro, del conocimiento singular de la historia y de las vicisitudes del sujeto que, en su articulación con los conocimientos del psicoanálisis, posibilita la implementación de hipótesis abductivas, tendientes a establecer una génesis en la singularidad que determina cada secuencia. Método de abordaje que consideramos permite salir de la parálisis a la cual lleva el deseo de no ejercer formas de apropiación subjetiva, como el que constituye la violencia secundaria que hemos visto instrumentarse en análisis de infancia que dejan al niño no sólo inerte para comprender su propio funcionamiento, sino enfrentado para siempre al psicoanálisis como lugar de expropiación y no de restitución en su posibilidad de apropiación de sí mismo. Pero también forma de desmitificación del análisis “puramente por el juego”, cuyo naufragio e impotencia clínica no logra su destitución en la medida en que viene a aliviar la angustia de tanto practicante novel.
De este carácter también defensivo de las dificultades de la sesión analítica con niños ha sido la extensión que durante cierto tiempo – e incluso hoy – tomó la inclusión de juegos reglados, “de salón” como se decía, en el interior de la sesión de análisis. Ellos presentan la dificultad de que no dan cuenta del fantasma sino que se reducen a la revisión psicológica de algunos mecanismos, que se consideran aislados e independientes de los contenidos inconcientes que los determinan. Que se acepte, de modo limitado y bajo formas acotadas que un niño lo traiga al consultorio, podría ser comparado al modo con el cual el analista acepta que un paciente dedique un largo párrafo de una sesión a contar las dificultades que tuvo para estacionar, sin que eso sea motivo ni para que en otra sesión el analista ante su silencio se lo proponga como tema, ni para que se convierta en el eje alrededor del cual girará toda su imposibilidad de “tener un lugar en el mundo” – más allá de la verdad parcial que este enunciado pudiera tener por un momento en ciertas circunstancias.
Si el psicoanálisis puede retomar su mejor tradición para reposicionar al juego en el doble orden que lo articula de placer y discurso, ello no puede realizarlo sin despuerilizar el modo con el cual jugar ha quedado adherido a juguete, y lo lúdico se ha diluido en el interior de una propuesta transitoria que no permite su instalación en el campo más amplio del fenómeno de la ilusión.
Dos imágenes: una ridícula, constituida por el analista que simétricamente se aboca al juego eludiendo bajo intelectualizaciones libertarias la responsabilidad que implica la función simbolizante en el cual la asimetría analítica y generacional lo coloca, y queda capturado en el lugar del partenaire por el sadismo infantil que se lo apropia como objeto y se des-subjetiviza en el intento; la otra patética: de aquél para el cual el juego es siempre algo del orden del trabajo, de modo tal que lo lúdico se subsume en el interior de una obligación interpretante que lo captura desde el superyo junto a su paciente, transformando el juego en trabajo, inversión de términos que dan cuenta de cómo su trabajo nunca ha sido juego, sino implementación descarnada del juguete en la alienación de su propio placer y del otro.

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