Circulación del significante enigmático en la tópica intersubjetiva

Las páginas que siguen son apuntes, un esbozo para capturar ciertas intersecciones teóricas que permitan armar la línea de posteriores desarrollos.
En tal sentido constituyen un “argumento”, es decir un guión que puede encontrar formas de escenificación diferentes, pero que ubica el entramado de una problemática.
Tres cuestiones teóricas confluyen en ello: la diferencia establecida entre representación-palabra y representación-cosa, como premisa de la metabolización significante en el inconciente; la coagulación fantasmática de la historia; y, por último, la puesta en circulación –es decir la resignificación- de la noción freudiana de transmisión filogenética y su posibilidad de revisión o reformulación.

Primera puntuación: Al volver a la terminología originaria freudiana: “representación-palabra” y “representación-cosa”, se definen estos elementos constitutivos de los dos sistemas psíquicos: preconciente-conciente e inconciente, no por su proveniencia sino por su materialidad específica. No es el hecho de que la representación-cosa sea proveniente del mundo de los objetos reales lo que le da su carácter de tal, sino su cualidad de operar en el inconciente como “cosas”, objetos cerrados a toda circulación significante, que han perdido toda relación al referente exterior y que sólo pueden cobrar una significación para el sujeto del yo o del preconciente si son reensamblados en el orden del lenguaje como tal, es decir en el orden de las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas que la lingüística contemporánea ha definido como fundante del “valor” de un elemento en el interior del habla.
Esto conlleva la idea de que las representaciones-palabras, cuya sede es el preconsciente, no son tales sólo por provenir del lenguaje sino por “poner en acto” la función del mismo: abiertas a la comunicación, ensambladas en el interior del código, si las cargas circulan ligadas entre ellas es porque sus ligazones están definidas por el carácter gramatical de una lengua que no permite su circulación irrefrenable; su carácter referencial está dado por el hecho de que se constituyen en un intercambio entre sujetos que “comunican” acerca de un tercer elemento (aún cuando este tercer elemento fuera uno de los dos sujetos en cuestión devenido objeto en esta operación).
La traducción de Sachvorstellung y Wortvorstellung como “representación de palabra” y “representación de cosa” confunde dado que genera la ilusión de que aquello proveniente de lo real no lenguajero está destinado a inscribirse en el inconciente y lo lenguajero en el preconciente-conciente. Lejos de ello, un elemento lenguajero puede inscribirse como representación-cosa, y un elemento no lenguajero entrar al sujeto psíquico como lenguajero en tanto significado de inmediato.
Restituir la función del lenguaje al preconciente no implica, entonces, despojar al inconciente de las representaciones lenguajeras que lo constituyen, sino subrayar que ellas son desgajadas por la represión del código de la lengua, quedan cerradas a la comunicación y se ensamblan con elementos diversos: imágenes, sensaciones, etc, (tal el modelo de Freud en La interpretación de los sueños).

Segunda puntuación: Es por el hecho de que el niño es inmerso en un mundo de “significantes enigmáticos” , de mensajes transmitidos recortados del contexto significante que los instaura (dado que a los mismos adultos escapa, en la mayoría de los casos, lo que determina esta elisión en tanto son ellos mismos sujetos de inconciente), que no sólo las palabras sino frases enteras pueden quedar desgajadas de su contexto originario y entrar a circular bajo el modo del proceso primario, fantasmatizándose y produciendo efectos del orden inconciente.

Tercera puntuación: Estas frases o significantes aislados, operando al modo de cristalizaciones fantasmáticas en el inconciente infantil, dan cuenta de una historia que, habiendo sido un real vivido por el adulto, no se transmite sino bajo modalidades fragmentadas porque conociendo el adulto tal historia, una parte de la significación de la misma ha sufrido el efecto de la represión en razón del carácter displaciente (de dolor psíquico) que su significación asume. De tal modo, proponemos reubicar la propuesta de Freud acerca de la transmisión filogenética recuperando el carácter histórico de esta transmisión y despojándolo de su “mitología biológica”.
Un párrafo de El yo y el ello nos servirá de ejercicio para operar esta diferenciación: “Las vivencias del yo parecen al comienzo perderse para la herencia, pero, si se repiten con la suficiente frecuencia e intensidad en muchos individuos que se siguen unos a otros generacionalmente, se trasponen, por así decir, en vivencias del ello, cuyas improntas son conservadas por herencia. De este modo el ello hereditario (herencia histórica, no biológica, cuyas modalidades de transmisión pondremos a jugar en los ejemplos que expondremos) alberga en su interior los restos de innumerables existencias-yo, y cuando el yo extrae de ello (la fuerza para) su superyo, quizá no haga sino sacar de nuevo a la luz figuras, plasmaciones yoicas más antiguas, procurarles una resurrección” .

Los “ejemplos”.-

He puesto entre comillas la palabra “ejemplos” porque está invertido el proceso de construcción de los mismos. En principio, fueron fragmentos de discursos oídos que provocaron cierta resonancia en mi procesamiento teórico, quedando “en espera” de resolución a medida que éste avanzaba. Se constituyen como “ejemplos” a partir de su resolución teórica, por après-coup, pero no fueron capturados de inicio como modelo de una ejercitación teórica previamente concebida. En tal sentido, el “ejemplo”, salvo que se utilicen fragmentos de lo real para corroborar lo ya sabido, es un constructo de resignificación de un real visto u oído que debe encontrar un modo de ensamblaje y significación en la teoría. Obliga a un esfuerzo de simbolización teórica, y se rige, entonces, por las mismas leyes que el psiquismo infantil cuando teoriza. El enigma pone en marcha al aparato, y, del mismo modo, pone en marcha el procesamiento teórico. Por supuesto, para cobrar relevancia de enigma, debe encontrar un orden previo a efraccionar, y elementos existentes pero insuficientes cuyo reordenamiento hace posible la producción de un nuevo movimiento teorizante.

Primer ejemplo: una joven de 20 años confiesa a sus padres, con quienes ha convivido un largo período de exilio en el exterior, que pasó varios años de su vida tratando de encontrar el verbo “pide-rriendar”.
La búsqueda fue motivada del siguiente modo: los adultos cantaban, llenos de nostalgia por la distancia, el tango “Mi Buenos Aires querido”; en ese contexto, una frase: “dentro’e mi pecho pide rienda el corazón”, deviene fuente de enigma. Primera cuestión a formular: ¿Por qué no pudo preguntarlo hasta tantos años después?; ¿Qué es lo que motivó esta búsqueda solitaria, hasta desgarrante, que insumió ese monto de energía psíquica?.
Señalemos en principio que si “piderrienda” se constituyó como un significante enigmático es porque su transmisión misma estuvo definida por el “sobreinvestimiento” emocional con el cual los adultos producían su emisión. Retornaba, entonces, en un marco festivo, en medio de reuniones y encuentros de indudable confort emocional, la representación de “lo otro”, ausente, añorado, produciendo un estrangulamiento de la voz al modo de un retorno de algo que invadía permanentemente los momentos placenteros.
Para la niña en cuestión, preguntar algo que parecía ser compartido y al mismo tiempo marcado en su presencia por desplazamiento al afecto, la sometía al dolor de reconocerse en tanto excluida de un código cuyo conocimiento se suponía debía poseer. Por otra parte, ¿quién garantizaba que ese afecto, sofocado a medias, reapareciendo a través del ahogo de la voz, no emergiera en los seres amados en forma desbordada, como dolor franco y sollozo incontenible, dejándola a ella inerme para contener la evocación, en su propio interior, de tantas pérdidas, de tantas ausencias?
La “representación-palabra” devino entonces un objeto cristalizado, cerrado a la comunicación, un analogon, podríamos decir, de la “representación-cosa”. Circulando desamarrado no del contexto de la canción en cuestión, sino de aquello otro que ponía en juego, pasaron varios años hasta que pudo retransmitir en palabras no la frase conocida, sino la modalidad que para ella había asumido.
Pero no todo quedó ahí. Diez años después, ya de retorno al país de origen, contado esto en una mesa familiar en la cual era posible restituir el enigma inicial sin temor de precipitar al otro en esos afectos cuyo desborde insospechado se temía, el efecto rebote del significante enigmático volvió sobre los propios padres. Pudiendo ahora cantar “pide rienda el corazón” sin los fantasmas que imbuían en otros tiempos a la frase, sin que remitiera a la nostalgia ni a la ausencia, ésta se reinscribió como marca del sufrimiento silencioso de la hija, y retornó nuevamente sobreinvestida, precipitando en la tópica intersubjetiva los desplazamientos de afectos que inscriptos en la singularidad fantasmática de los sujetos en cuestión, ya no daba cuenta de aquel objeto ausente, pero cobraba resonancia amorosa reflejando en él la marca de la impotencia para salvar a los hijos de todo desgarramiento. Tal vez, en esta búsqueda silenciosa confesada por la hija, se resignificaban todos los enigmas a los cuales los padres se habían enfrentado cuando tuvieron que reconstituir cuidadosamente un código para aprehender la realidad diversa que la inserción en un nuevo país les impuso.

Segundo ejemplo (en este caso extraído de la literatura): Se trata de la situación vivida por Maurice, uno de los personajes de la novela de Simone Signoret, Adiós Volodia, por relación a un fragmento ocultado de la historia de sus padres.
Maurice es hijo de un matrimonio judío de inmigrantes en París, que han realizado con otra pareja vecina, cuya hija es amiga del personaje, un juramento constituyente de su nueva condición de ciudadanos franceses: “Serían padres amnésicos, por lo menos, delante de sus hijos…. Ahora que estaban en Francia, olvidarían. O, por lo menos, lo simularían. Ellos no harían como sus padres y sus abuelos que, a la luz tétrica de las velas de sebo, machacaban los detalles de los pogroms de sus tiempos, comparándolos con el de la víspera, del que acababan de escapar y por el que todavía temblaban, mientras esperaban el próximo que llegaba siempre. Ellos a sus hijos les contarían relatos que empezaran por “Erase una vez…” y no por “La última vez…”, lo cual no quería decir que fuera la última sino que era la anterior a la de ayer, mientras esperaban la de mañana”… “Los avatares de la historia habían dispuesto que Elías, Sonia, Stepan y Olga (las dos parejas en cuestión), en sus recuerdos todavía frescos, pudieran señalar con el dedo un mismo nombre, el de su verdugo común, Simón Vassilievitch Petliura, el atamán que, después de asesinar a miles de sus conciudadanos ucranianos entre 1918 y 1920, ante el avance del ejército rojo, se fuera a asesinar a miles de polacos, especialmente en la región de Lublin. En realidad fue sobre todo por escapar de Petliura por lo que los Guttman huyeron de Ucrania y fue sobre todo por escapar de Petliura por lo que los Roginski huyeron de Polonia. Pero eso no se lo habían contado a los niños”.
Pero he aquí que un día que el señor Guttman encontró en su mesa un plato que detestaba, impuesto por una vecina que tomaba a su cargo algo así como el control y padrinazgo de todos sus vecinos estableciendo sobre ellos una intromisión cotidiana y autoritaria en sus vidas, “se enfureció, descargó un puñetazo en el mantel y, alzando los ojos al cielo, es decir al tercero, vociferó que el no había salido de su pueblo, atravesado media Europa, cruzado a pie cuatro fronteras y elegido a Francia como patria para encontrarse en su propia casa sufriendo bajo la bota de una auténtica Petliura…. Tres veces repitió el nombre. Después, ante la mirada consternada de su esposa y de su hijo, vació su plato de gulash a la koloszvar en el cubo de basura. Sonia se hechó a llorar.
Lo de Petliura no fue a dar a oídos sordos, nos cuenta Simone Signoret. A Maurice, aquella palabra repetida tres veces, le pareció muy graciosa, pero de momento, con todo el griterío que había en la cocina, no se atrevió a preguntar. No sólo no se atrevió a preguntar, sino que de lo ocurrido aquella noche no se le olvidaba nada. Ni la cara grave de su padre, ni que a él lo echaran de la cocina, ni los cuchicheos captados desde el otro lado del descansillo, ni las grandes carcajadas que sonaron después, y, menos que nada, la cara de su madre cuando les hacía aquellas recomendaciones desordenadas, contradictorias, amenazadoras, suplicantes y censuradas a la vez. “Sobre todo censuradas”. Su madre no había pronunciado una sola vez el nombre prohibido que les prohibía pronunciar, y Maurice grababa en la memoria las sílabas prohibidas.
“Prohibidas por los padres, que no les habían dicho la verdad, él lo sabía. Maurice se sentía burlado y excluido. Excluido tan misteriosamente como la noche en que, al despertar en su cama de hierro, que ahora le desplegaban en el comedor-taller de acabado, porque ya no dormía en la habitación de sus padres, oyó que, al otro lado del tabique, ellos hablaban y suspiraban roncamente, con unas voces que él nunca les oyera en pleno día. Por la mañana no les hizo preguntas, pero habló con Zaza (la hija de los Roginski), quien le aseguró que, en su casa, a veces, su madre tenía cara de llanto y su padre también, que parecían pasarlo mal, que se callaban de repente o que se reían, y todo sin saber por qué….”
Es insufrible lo que me veo obligada a hacer : cortar un bello texto literario para incluir observaciones de otro orden. De todos modos, el lector deberá comprender que la razón inicial por la cual introduje estos párrafos y los que seguirán a continuación, tiene por objeto permitir el desarrollo de la ideas antes expuestas.
Subrayemos en primer lugar que hay un secreto en la historia de los padres, secreto cuyo sentido manifiesto se anuda, inevitablemente, a un conjunto de representaciones inconcientes cuyo carácter es enigmático para ellos mismos, pero cuyo origen es indudablemente histórico. En segundo lugar, notemos el cuidado con el cual la autora liga este secreto, cuya determinación es una en la historia de los padres, a un conjunto de vivencias personales del personaje que hacen que se inscriba en el contexto de un enigma más fundamental: la escena primaria (exclusión de los secretos parentales significados éstos como secretos sexuales). En tercer lugar: que el significante enigmático no va a dar a oídos sordos, pero que al mismo tiempo imposibilita una demanda de explicitación, y queda, en razón de ello, fijado.
Pero este anudamiento sexual del secreto está ya, de algún modo, presente en los adultos; y ello en razón de que lo secreto, en primera instancia, es siempre del orden sexual: cada vez que las madres de los niños en cuestión intuían el peligro de que la palabra prohibida Petliura fuera pronunciada, “se las ingeniaban para alejar a los niños con esa habilidad que demuestran las buenas familias francesas en el momento en que el incorregible tío solterón y tunante pregunta, a los postres: “¿Sabéis el de la niña de comunión?”, nos relata la autora al respecto.
Sigamos ahora el destino de esta circulación cerrada que conduce a una fijación en nuestro personaje: A la mañana siguiente relató a su amiguita Zaza que en aquella casa había una “pestilura”. Aún no sabía bien qué era, pero una pestilura era algo malo, una especie de ogro maloliente. Aquella noche, como su madre se negara a darle otro plátano, Zaza la amenazó con llamar a la “pestilura”, y estalló la tormenta.
Al igual que ocurre con el Witz, la circulación del significante enigmático entre ambos niños marca las posiciones diferenciales en las cuales se inscriben. Si en Maurice, proveniente de los padres, dicho a medias, se anuda a la escena primaria, en Zaza, proveniente de Maurice, anudado a la significación que éste le proporciona en su intento de abrirlo a una red comunicacional, puede ser devuelto a los padres despojado de todo contenido sexual y reinscripto como amenaza hostil.
¿Y qué ocurre cuando vuelve a los padres? La madre de Zaza, ante esta amenaza, responde con un ataque de pánico: si la niña había nombrado a Petliura, si conocía el nombre, tenía que haberlo oído, y si lo había oído, tenía que ser en la calle. Y si alguien había pronunciado ese nombre en la calle, era que en París se preparaba un pogrom. Y, por qué no, el propio Petliura podría estar en París, incluso podría haber llegado al barrio de noche. Desesperada, lo cuenta a su marido; éste corre a casa de sus vecinos, los padres de Maurice, quienes estallan de risa, relatan la situación original, y aún más, la resignifican: “Entonces descubrió Stepan (el padre de Zaza) lo jocoso de la situación y unió su risa a la de ellos, y su carcajada fue aún mayor, al sentir que sus entrañas se libraban de aquel viejo terror que él creía olvidado para siempre” (olvidado, pero efectivo, y liberado ahora por su circulación, podemos agregar).
Los adultos deciden entonces dar una explicación a los niños, en este caso una explicación que produzca una nueva obturación del secreto y preserve su resguardo: “Anoche papá, cuando se enfadó, dijo una tontería. Era una palabra fea que nunca, nunca debían repetir. Una palabrota… el nombre de una persona muy mala, y Madame Lowenthal (la vecina responsable del estallido paterno en la escena relatada) era una señora muy, muy amable. No debían decir nunca aquello ni delante de ella ni de nadie. Era el nombre de una persona muy mala que no existía, bueno, que ya no existía. Y basta, ¿entendido?. Bueno, francamente, no, pensaron ellos, pero prometieron no decirlo más y aparentemente cumplieron, volvieron a sus juegos”.
Sólo aparentemente; celebraron un conciliábulo en voz baja en el cual Zaza le reprochó a Maurice no haberle dicho que la pestilura era la abuela Lowenthal. Maurice reconoció su culpa, avergonzado. Luego decidieron, para evitar represalias, buscar otro nombre, un nombre que sólo supieran ellos. Primero pensaron Pet-Pet, pero les pareció demasiado transparente, luego surgió Puet-Puet, a partir del cual inventaron un versito que canturreaban al cruzarse en la escalera con la abuela Lowenthal: “Ella me hace Puet-Puet, yo le hago Puet-Puer, nos hacemos Puet-Puet, y todo marcha”. Y, como ellos dos serían en todo el país los únicos que sabían lo que decían, cuando los mandaron a la cama se fueron encantados, porque habían inventado un doble secreto. Sin embargo, vemos que si bien han inventado un doble secreto, otro secreto se sustrae a ellos mismos, y es el contenido sexual reprimido, que retorna en hacerse Puet-Puet, alusión a la escena primaria, pero cuya exclusión es sufrida, en este caso, por la abuela Lowenthal, y en última instancia, y por qué no, por toda Francia.
Sin embargo, este episodio que podría haber quedado inscripto y sepultado a lo largo del tiempo en el inconciente, metabolizante de una historia cuyo ordenamiento se instala en el orden generacional a través de los intersticios de los fragmentos emitidos y los silencios que la encubren, que precipita el pasaje del yo parental a ello infantil, tiene, en nuestro personaje, un destino diverso.
Un buen tiempo después, cuando Maurice ha sepultado ya las preocupaciones de la primera infancia, ha desplazado sus vínculos primarios y se ha acostumbrado (temporariamente), a prescindir de las niñas como compañeras de juegos, sale a la calle con su amigo Robert y, en una esquina, se topa con lo inusitado. La agitación en la calle es correlativa a un titular aparecido en los periódicos de la mañana: “El vendedor (de periódicos) estaba afónico y desbordado. En el suelo de la acera había paquetes todavía atados con cordel y con un papel azul sucio y arrugado tapando los titulares de la primera plana. Delante de él sobre una silla de tijera, un montón, sin el cordel, que iba bajando a ojos vistas. Con una mano cobraba y metía las monedas en una bolsa que llevaba en bandolera. Con la otra mano, sujetaba contra el pecho un ejemplar en el que, en grandes titulares, se leía la noticia del día. Maurice dejó de oír los ruidos de la calle, el tintineo de las monedas y el sonsonete del pregón. En un silencio de algodones que sólo lo envolvía a él de toda aquella multitud leyó el nombre que, para el solo, brillaba como la hoja de un puñal en medio del titular: Anoche en París, el atamán Petliura fue asesinado por un compatriota. Cuando volvió a oír los ruidos de la calle, las monedas que caían en la bolsa y los gritos del vendedor, oyó también la voz de Robert que le preguntaba: -¿Qué te pasa?- pero él no contestó”.
“No contestó porque lo que se atropellaba en su cabeza era indecible, incomunicable a nadie. Era una mezcla de ideas tan diversas que se sentía incapaz de seleccionarlas por orden de importancia y no sería sino muchos años después cuando por fin pudo contar a su amigo, con la perspectiva de los años y con palabras de hombre, lo que sintió durante aquel segundo que vivieron los dos juntos y también separados como nunca. Tan bien lo recordaba que incluso pudo decir a Robert: cuando me preguntaste qué me pasaba, estuve a punto de responder: Yo lo conocía. Y era verdad. Porque al principio fue esa, sin duda, la impresión que le produjo leer aquel nombre prohibido y censurado por Sonia. En aquel “yo lo conocía” no pronunciado y sustituido por el silencio, intervenía una especie de orgullo de estar personalmente implicado en un suceso trágico, si bien no más que porque él conocía el nombre de la víctima (tal vez porque, en realidad, ese nombre ya era una parte entrañable de sí mismo, entrañable y extraña al mismo tiempo) antes de que se hiciera célebre de repente para todo el mundo. Al mismo tiempo, estaba el descubrimiento de la verdadera ortografía del nombre: Petliura, y no “Pestilura”…. Pero lo que dominaba en aquel caos de impresiones era que su madre había mentido. Petliura existía; la prueba era que lo habían matado”.
El conocimiento de la ortografía, la existencia del personaje, la historia real del mismo, no sólo no simbolizan el traumatismo originario, sino que lo terminaban de constituir como tal. Más aún, podríamos decir, Puet-Puet es el intento de ligazón espontánea que los niños han establecido, a través del juego, para ordenar de algún modo el secreto cuyas determinaciones se les escapa y cuya fantasmatización se organiza de modo singular en cada uno de ellos. Este intento de ligazón espontánea, modo con que opera usualmente el psiquismo, fracasa en sus medios habituales cuando el traumatismo se instala reinscribiendo su primer tiempo. En este caso, el hecho de que “la madre le mintió”, no alude, evidentemente, a la existencia de Petliura, sino al contenido sexual, inscripción de la escena primaria, con el cual fue investido.
Restituido Petliura como representación-palabra, pestilura queda operando como la marca de un significante que, enigmático en sus orígenes, deviene traumático por la represión de que es objeto a partir de que se liga a las representaciones excitantes inconcientes.
Que este significante lenguajero, representación-cosa, degradado de su función comunicacional, retorne en la tópica intersubjetiva, no es suficiente para su reinstalación como representación-palabra. En cada uno de los sujetos en cuestión circula intrapsiquicamente de modo diverso, se vincula a fantasmas sexuales o mortíferos singulares, se coagula o posibilita la circulación intersistémica de diverso modo.
Habiendo surgido de una historia parental que lo determina, deviene a-temporal y a-histórico en el inconciente infantil cuya metábola propicia. Restituido en su función significante, circula entre los miembros de la tópica intersubjetiva inaugurando la posibilidad de simbolizaciones mutuas. Su destino emerge en ambos ejemplos como dos posibilidades. Si en el primero el diálogo abrió posibilidades simbolizantes, en el segundo “la verdad de la realidad” redefinió su carácter traumático. No era a la búsqueda de la existencia real de Petliura, a lo que Maurice estaba lanzado.

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