LA VIDA NO VALE NADA – REVISTA VEINTITRES – 2004

Por Silvia Bleichmar

 

La sociedad argentina se ha ido llenando, a lo largo del tiempo, de síntomas que dan cuenta no sólo del grado de deterioro económico al que ha quedado sometida sino de lo difícil que será remontar las consecuencias de años de estafa, saqueo, asesinatos y crímenes de todo tipo frente a cuya impunidad se ha ido produciendo en el imaginario colectivo la convicción de que la justicia si no imposible es prácticamente inaplicable y que nadie puede dar garantías de su ejercicio.

En dos días la muerte de un operario de Edesur que iba a cortar un servicio de luz impago -quien cobraba 500 pesos por mes y un peso cincuenta por corte-, el vaciamiento de la computadora del fiscal del caso Carrascosa, la afirmación y luego el retroceso del Presidente de la Nación respecto a la recuperación de las grabaciones que fungen de pruebas de implicación en el caso AMIA, manifiestan, de distintas maneras, de modo no homologable pero llamativamente concentrado, las formas con las cuales nuestra sociedad se desliza del horror a la indiferencia.

Las explicaciones superficiales han demostrado su ineficacia. Ni la miseria en sí misma engendra este nivel de violencia, ni justifica que 1.300 empleados de la compañía de Luz hayan sido amenazados cuando salen al cobro de cuentas impagas. Sólo en una sociedad atravesada por profundas promesas incumplidas, resentida por las esperanzas traicionadas, atacada en sus fundamentos mismos por la tibieza con la cual se pretende resolver la ausencia de un Estado no sólo protector sino garante de la vida del conjunto de la Nación. Sólo una sociedad en la cual las corporaciones delictivas se apropian en muchos momentos de aquellas ramas de la función pública que deberían estar al servicio de la comunidad, y en la cual la seguridad está en gran parte en manos de quienes regentan el delito y la salud en manos de quienes lucran con el sufrimiento. Sólo una sociedad en la cual las grandes corporaciones prestadoras de servicios han robado, lisa y llanamente, a los usuarios, y en la cual la se ha llegado a la exasperación sin encontrar por ello la vía de resolución de los conflictos, y donde cada uno ha decidido convertir su pequeño territorio en bastión y hasta los monumentos públicos han dejado de ser de todos porque las calles y parques ya no representan al conjunto sino que son vividos como lugares de tránsito hacia la miseria o la demanda,  en la cual los edificios de gobierno son sentidos ajenos por más del cincuenta por ciento de la población,  se puede entender el hecho de que la batalla sectorial haga enfrentado no sólo a pobres contra pobres, sino a cada uno con el otro.

Porque si la demanda de justicia no puede quedar impune, es evidente que la penalización de las acciones delictivas será absolutamente ineficaz si no se restablece sobre el trasfondo de culpa y reconocimiento de la ley moral que implica la responsabilidad hacia el otro. Y ello en razón de que  no hay posibilidad de instaurar legalidades sino  sobre la base del compromiso subjetivo de quienes se involucran en ellas.

Los argentinos venimos de años de impunidad y deterioro del imperativo que rige toda sociedad: actuar de tal manera que la propia conducta pueda ser considerada como ley universal, lo cual da el derecho a considerar que puedo exigir de los demás que actúen del mismo modo a aquel con el cual me propongo actuar hacia ellos. Pero la sectorización, la descomposición de la noción de conjunto, la fractura de las obligaciones hacia el semejante y de los nexos de solidaridad y compasión han producido un extrañamiento en el cual no sólo ha ido perdiendo a lo largo de los años todo valor la vida humana, sino toda noción de conjunto.

Si no robo, si no mato, si no sospecho de todos y cada uno ni hago usufructo, tengo derecho a suponer y esperar que el otro se rija por la misma regla  Pero además, si se recupera el sentimiento de orgullo y no el pudor de que las obligaciones hacia el semejante nos hagan odiar la injusticia, reclamar mayores niveles de beneficio compartido, vergüenza ante el privilegio y no sólo temor por la venganza de los despojados,  la recomposición de un pacto interhumano en el cual la vida del otro tenga valor en sí misma y no sólo como modo de control del delito o de la violencia podrá restituir a nuestra sociedad y  restituirnos a un proyecto en el cual emociones tan básicas como la culpa y la vergüenza sean patrimonio de todos y no sólo excrecencias del siglo XX de las cuales hay que desprenderse para avanzar en el camino de conservación del propio bienestar a cualquier costo.

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