La irreductible ajenidad del otro

Los enunciados de validez transitoria, los prejuicios, las improntas de la época en la cual la producción teórica se genera, atraviesan al psicoanálisis que se ve necesitado, cada vez con más urgencia, de una reubicación y eventual depuración de los aspectos contingentes y accidentales que lo encadenan.
La situación actual respecto a la sexualidad y los nuevos fenómenos a los cuales nos confrontamos no implican en sí mismos ni una validación ni una refutación in toto del corpus de teoría atesorado por el psicoanálisis, pero ponen más en evidencia que nunca, las impasses de arrastre y obligan a un proceso de reordenamiento de las verdades de mayor permanencia, diferenciándolas de aquellos elementos efímeros que acompañan, necesariamente, su implantación en el interior de una época.
Qué analista de niños no se siente hoy ridículo de interpretar la escena primaria como engendramiento de hermanos, no sólo ante un paciente que es hijo adoptivo sino ante un niño molesto que, en conocimiento de los cuidados anticonceptivos de su madre, hace estallar en el interior de la sesión de análisis el ensamblaje ya caduco entre sexualidad y procreación que el analista se siente obligado a sostener más allá de toda experiencia.
La dificultad del adulto frente al niño por abordar la sexualidad sin pacatería no sólo remite a la propia sexualidad infantil, sino a la compleja posición que reactiva en la transferencia analítica del trabajo con niños la asimetría que coloca, inevitablemente, al adulto como seductor al introducir la sexualidad en el marco de la disparidad de saberes y de posibilidades.
Separar, como proponía Spinosa para La Biblia, las verdades permanentes -en lo que respecto al texto sagrado, aquellas que tienen que ver con la ética- de los aspectos históricos, circunstanciales, que las acompañan y que se tornan indefendibles, constituye un modelo de base en toda disciplina que pretenda dar cuenta de su propia marcha, y en función de ello se hace necesario en psicoanálisis producir una depuración de los paradigmas, diferenciando su carácter en tres rubros cuyo estatuto no es homologable:
1) Podemos situar, en primer lugar, aquellos enunciados que sostienen conceptos cuya coherencia teórica y su fecundidad explicativa siguen teniendo vigencia, los cuales constituyen el núcleo duro de la teoría psicoanalítica de la sexualidad y el eje de la clínica. Sin intentar un ordenamiento exhaustivo ni jerárquico: carácter ampliado de la sexualidad (vale decir pulsión, sexualidad infantil, aparición de un modo que redefine la autoconservación bajo premisas no determinadas biológicamente), ordenamiento de la psicopatología alrededor de la significación libidinal del síntoma; materialidad representacional determinada por el campo libidinal; carácter sexual de las relaciones primarias de constitución subjetiva, lugar del adulto en la implantación y regulación de estos intercambio; ordenamiento del campo deseante alrededor de la fantasía; infiltración constante del registro autoconservativo -biológicamente determinado- por el representacional -libidinalmente implantado. Modo de normativización y ordenamiento de la sexualidad infantil concebida como caótica y autoatacante; determinación de una tópica que regule intrasubjetivamente sus posibilidades de aceptación por parte del sujeto y su ejercicio. Posicionamiento del inconciente como lugar de resguardo de esta sexualidad infantil en su carácter de motor deseante, y al mismo tiempo como garantía de su permanencia en un espacio que no afecte de modo excesivo las representaciones del sujeto acerca de sí mismo en su cultura y tiempo histórico de pertenencia.

2.- En segundo lugar, debemos tomar en cuenta que la mayoría de estos desarrollos se ven atravesados, tanto por las vicisitudes de la obra freudiana y las contradicciones que inevitablemente la atraviesan en la búsqueda de ampliación de horizontes explicativos, por un siglo de psicoanálisis que ha coagulado, desarrollado y empobrecido simultáneamente muchos aspectos que han quedado sepultados por la herrumbre del tiempo y han acumulado multitud de hipótesis adventicias de las cuales deben ser rescatados los núcleos duros de verdad que poseen. Ello sólo puede darse sobre la base de un reposicionamiento a partir de poner de relieve las aporías que encierran y los obstáculos que conllevan.
Se hace necesario entonces una toma de partido en el interior de la obra freudiana o incluso lo que podemos llamar una “puesta sobre sus pies” de aquellos conceptos que quedan empantanados en el interior de cuestiones más generales que deben ser replanteadas. En primer lugar, revisión del carácter endogenista de la pulsión tanto en su carácter de fantasma filogenético como de delegación de lo somático en lo psíquico. Profundización de la línea esbozada pero no dominante en la obra de Freud respecto al campo del apuntalamiento como lugar de fractura y emergencia de lo sexual, y no como lugar de apoyo de lo sexual en lo biológico. Respecto a la pulsión: descaptura del “preformado” de los estadios libidinales como linealmente constituidos y acentuación del carácter contingente no sólo del objeto sino de su instalación misma, recuperación de la línea débilmente esbozada pero persistente en los textos freudianos respecto a la función del otro humano no sólo respecto al destino sino a la instalación misma de la sexualidad. En la misma dirección, redefinición del Edipo, no sólo en el sentido de reubicación de la flecha como yendo originariamente del adulto hacia el niño (y cuya inversión metabólica marca la inscripción del deseo en el inconciente), sino también descapturándolo del modo clásico que ha tomado la familia históricamente constituida como pautación de la diferencia de los sexos. En este sentido, recuperación del carácter central del concepto: En principio, ordenador de la pautación de los intercambios que pone coto al goce entre el adulto y el niño, pero a partir de la redefinición anterior y de la fundamental asimetría en la cual se constituye la sexualidad de la cría humana respecto al adulto, ordenador de la pautación que “pone coto a la apropiación gozosa del adulto respecto al cuerpo del niño”. Esta última propuesta, pienso, retoma lo fundamental de la propuesta del carácter normativizante de la cultura respecto a la prohibición del incesto pero, al mismo tiempo, abre el camino para la comprensión de los nuevos modelos de gestación y crianza que comienzan a aparecer, y coloca en primer plano aquello que pone en relación sexualidad e inconciente, fuera de todo atrapamiento moralista. En la misma dirección, y tomando el concepto de función del padre como función de castración -ya presente en Freud y reconceptualizada por Lacan como “nombre del padre”, o inscripción de la “metáfora paterna”- reordenamiento de la función terciaria de mediación de deseos entre el niño y el adulto impulsando su descaptura de los modos con los cuales la sociedad patriarcal abroquela la relación entre ley y autoridad.
Respecto a la castración, puesta en primer plano del enigma de la diferencia, de la constitución subjetiva de la alteridad inscripta en principio como interrogante ligado a la sexualidad, y al mismo tiempo desarticulación del abrochamiento entre pene y significante fálico con el cual el psicoanálisis ha rellenado mediante la teoría sexual infantil un interrogante esencial acerca de la incompletud ontológica.

3.- Por último, la depuración dentro del corpus teórico de los enunciados indefendibles no sólo desde el punto de vista de la historia de la humanidad, sino obsoletos y obstaculizantes desde el punto de vista de vista intrateórico. Estos, a su vez, pueden dividirse en dos grupos:

a) Aquellos que toman el carácter de clishés que intentan respuestas no satisfactorias para preguntas vigentes acerca de fenómenos cuya explicación se torna imprescindible, y que en su afán de dar coherencia operan al modo de elaboraciones secundarias, ofreciendo hipótesis adventicias que producen “una acumulación obscena” (en términos de Kuhn) de irregularidades en razón de limitaciones previas que la teoría arrastraba. A modo de ejemplo: Si el lamarckismo que da origen a la teoría filogenética no tiene ya ningún asidero en la biología contemporánea, el carácter filogenético de las fantasías originarias constituye aún un lastre que obliga a elaborar nuevas respuestas acerca de la regularidad de las fantasías originarias y a otorgarles su estatuto a partir de recuperar el carácter de problema a resolver que propicie un ensamblaje diferente del hallazgo. Del mismo modo, la compulsión de repetición no puede sostenerse ya en una metafísica biológica de la pulsión de muerte, y requiere un sistema explicativo más adecuado tanto intra como inter-teóricamente, acorde a nuestra práctica clínica y sin ceder en la marcación que opera de modo inquietante respecto al carácter indomeñable del deseo y la imposibilidad de superación “madurativa” con el cual la teoría de los estadios libidinales pretende la reabsorción de la sexualidad desligada. No podemos, por otra parte, dejar de tener en cuenta que aquello que sostiene como error de base a ambas cuestiones: pulsión de muerte y teoría filogenética, radica en sostener una contigüidad entre la naturaleza y la vida representacional, y en el límite mismo, una dependencia de la segunda respecto a la primera, en cuyos excesos -“metabiología” de Ferenczi, Ello concebido como “madre natura” en Groddeck, radicalización del instinto de muerte en Klein- no puede dejar de reconocerse la raigambre freudiana.

b) Las aserciones que forman parte, lisa y llanamente, de las limitaciones que se plantean al pensamiento de Freud en razón de estar situado históricamente. Estas limitaciones atañen fundamentalmente a dos órdenes de cuestiones: las inevitables limitaciones ideológicas relativas a los prejuicios morales de su tiempo, que conduce implacablemente a que aún siendo su posición respecto a la sexualidad profundamente revolucionaria para su época y habiendo establecido núcleos permanentes de verdad que sostienen la fecundidad clínica y teórica del psicoanálisis, no pueda quedar exenta de ciertas impregnaciones de su tiempo insostenibles hoy en día. Ello a partir de saber que, por muy revolucionario que sea un forzamiento de los prejuicios morales de una época que un gran pensador pueda imponer, ningún ser humano puede ir más allá que hasta los límites posibles con los cuales desde una época se puede pensar lo impensado -y que al mismo tiempo todo pensamiento realmente genial dice cosas que su época no puede capturar, y que están destinadas a ser recuperadas en un futuro difícil de prever, abriendo así el derecho de Freud de ser comprendido por las generaciones venideras en aspectos que aún son difíciles de pensar para nosotros. Estas últimas dos afirmaciones, aparentemente contradictorias, forman parte del movimiento inevitable del pensamiento, otorgándonos el derecho a desprendernos de aquello del pasado inmediato que consideramos perecido, y dejándonos librados en el futuro a sufrir el mismo destino e incluso a que gran parte de que lo desechado pueda ser recompuesto de otro modo, pero nunca tal cual -esta es la diferencia entre el pasado a rescatar y lo viejo a desechar.

Necesidad de una puesta a punto de la teoría psicoanalítica acerca de la homosexualidad

En este movimiento de entrecruzamiento conceptual es que nos proponemos abordar, de modo circunscripto, algunas ideas respecto a la cuestión de la homosexualidad, ciñéndonos sólo a aquellos aspectos que consideramos plausibles de ser repensados a partir de nuestra experiencia clínica y cultural.
En primer lugar, es necesario marcar cómo ha progresado nuestro conocimiento al respecto desde los tiempos en que fueron escritos Tres Ensayos o incluso ese apasionante texto que conocemos como “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”. Y si bien en ninguno de estos trabajos, aparece bajo la pluma de Freud esa afirmación sostenida con presunción y prejuicio en el ámbito psicoanalítico que liga homosexualidad y perversión, y su pensamiento aparece mucho más avanzado que el de algunos colegas que hoy, a casi comienzos del 2000! hacen un marcado ejercicio de homofobia , es indudable que ni su entorno cultural ni su práctica clínica le permiten acceder a un conocimiento más acorde a la realidad de la homosexualidad.
Para el psicoanálisis -afirma en Tres Ensayos- ni siquiera el interés sexual del hombre por la mujer es algo obvio, sino un problema que requiere esclarecimiento. Idea extraordinaria que, al cambiar el orden de los interrogantes, llevará a que la pregunta por formular ya no sea “¿por qué alguien es homosexual?”, sino, de modo más general: “¿qué es lo que lleva a un ser humano a realizar una elección de objeto?” sea esta heterosexual, sea homosexual.
La respuesta, sin embargo, no puede desprenderse de las limitaciones que tiene no una ideología obsoleta sino, fundamentalmente, un obstáculo intrateórico: la ausencia de una teoría de la masculinidad que dé cuenta de la sexualidad masculina en términos menos preformados. Lo vemos así oscilar alrededor de respuestas tales como aquella que remite a la bisexualidad constitutiva (pudiendo ser esta bisexualidad concebida en ciertas partes de la obra como de origen innato, disposición natural, y en otras como efecto del carácter del complejo de Edipo, de sus vicisitudes y desenlaces); modo de atravesamiento de la vida pulsional por experiencias traumáticas; vicisitudes de la libido a través de su recorrido por los caminos de la realización o del rehusamiento (versagung); e incluso, uno que otro deslizamiento sorprendente que no podemos considerar sino como lealtad a los prejuicios científicos dominantes más avanzados de su tiempo: la elección de objeto sexual como efecto de una atracción que debe ser considerada, en el fondo, de carácter puramente químico .
Sin embargo, posiblemente lo que más puede sacudir a un lector atento, es ver el modo con el cual la escritura progresa, en el marco de sus contradicciones, por superar las nociones comunes de la moral entorno. Así Freud puede considerar -de un modo hoy difícilmente sostenible- por un lado, el uso de los genitales en su contacto con las mucosas labiales como del orden de la perversión para afirmar, unas líneas después, que si es el asco lo que determina el pudor y ubica este acto en el orden de la perversión, no debemos olvidar que los genitales del otro sexo pueden constituir objeto de asco, lo cual constituye una conducta característica de los histéricos (produciendo un movimiento en el cual el asco pasa de ser un componente de la vida sexual normal, para devenir un aspecto patológico de la vida sexual del neurótico)
Es en Tres Ensayos donde, con objeto de hacer estallar la teoría asentada de la sexualidad, al exponer la hipótesis central de que no existe soldadura entre la pulsión y su objeto, la escritura se interna inevitablemente en discusión contra los prejuicios de la época respecto a aquello que sus contemporáneos consideran, en sentido estricto, del lado de la “naturaleza humana”. Y la honestidad intelectual de Freud realiza múltiples piruetas en aras de demostrar la diferencia entre homosexualidad y perversión, en un entorno prejuicioso y culturalmente pobre al respecto, que lo lleva a realizar afirmaciones del siguiente tipo: Mientras que las personas cuyos objetos sexuales no pertenecen al sexo normalmente apto para ello [siento, personalmente, cierto pudor de reproducir estos párrafos sin dejar sentado mi malestar por el uso de esta terminología: “normalmente apto…”] vale decir los invertidos, se presentan al observador como una colectividad de individuos quizá valiosos en todos los demás aspectos, los casos en que se escogen como objetos sexuales personas genésicamente inmaduras (niños) parecen de entrada aberraciones individuales.
“Sólo por excepción -agrega- son los niños objetos sexuales exclusivos; casi siempre llegan a representar este papel cuando un individuo cobarde e impotente se procura semejante subrogado o cuando una pulsión urgente (que no admite dilación) no puede apropiarse de un objeto más seguro y más apto” párrafo en el cual se trasluce la indignación por el abuso sexual ante los niños (“individuo cobarde e impotente”), cuestión que se sostiene como teoría de la causación traumática de la patología psíquica a lo largo de toda la obra.
La definición de la perversión se abre sobre dos rubros centralmente: el de las “transgresiones anatómicas” y el de las demoras o “detenciones” en las relaciones intermedias con el objeto, vale decir en aquellas formas de satisfacción de las pulsiones parciales que no culminan en la genitalidad. De ellas, la primera relevada por Freud es la sobrestimación del objeto sexual, la cual no sólo es la fuente de una ceguera lógica -que conoceremos más adelante bajo el concepto de idealización- sino que constituye un factor decisivo en la intolerancia de la restricción de la meta sexual a la unión de los genitales y “contribuye a elevar quehaceres relativos a otras partes del cuerpo a la condición de metas sexuales” (Cuestión que ilumina un párrafo escrito algunos años después, para el texto de “La Represión”, en la Metapsicología, que afirma que la sobrestimación amorosa del objeto hace caer represiones) y agrega: “La importancia de este factor de sobrestimación sexual puede estudiarse mejor en el hombre, cuya vida amorosa es la única que se ha hecho asequible a la investigación, mientras que el de la mujer permanece envuelta en una oscuridad todavía impenetrable, en parte a causa de la atrofia cultural, pero en parte también por la reserva y la insinceridad de las mujeres [afirmación en la cual se produce un desliz que, más allá de la irritación que pueda generar desde el punto de vista ideológico, implica el desmedro de sostener un error metodológico persistente: la universalización y transformación en categoría de un rasgo dominante en cierta época histórica cuyas determinaciones específicas se desconocen en aras de una generalización abusiva).

Posiblemente el lugar donde queda más claramente explicitada la diferencia entre homosexualidad y perversión sea en el texto acerca de “La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna”, donde Freud se explaya respecto a considerar a la neurosis como negativo de la perversión, a partir de que en esta última las mociones pulsionales se abren camino desde el inconciente hacia el exterior, mientras que lo que caracteriza a la homosexualidad es la conservación de la meta sexual que ha sido apartada del sexo opuesto. Posición mucho más avanzada que la que prosiguió a lo largo del siglo, que no obliga, a esta altura de nuestro trabajo, a subrayar el carácter esquemático con el cual han quedado coaguladas, en psicoanálisis, las teorías acerca de la homosexualidad, subsumida en ciertos casos como perversión por algunos, o considerada como inversión de las metas heterosexuales por otros, pero siempre de modo simple y que pierde de vista matices diferenciales.

Coagulación y pobreza teórica, prejuicio clínico, tal vez el mayor problema radique en que del prejuicio a la reificación no haya ningún sostén que permita considerar a la homosexualidad como una de las vicisitudes posibles de la sexualidad o rescatar, a partir de su exploración, una ampliación de nuestra comprensión de aquellos modos que consideramos mayoritarios en nuestra cultura y que a partir de ello devienen “normales” -considerando como normal, por supuesto, el lugar que ocupa en una curva estadística los predominante.
Por mi parte, comenzaré por diseñar ciertas líneas que operan más como un programa de trabajo sobre el cual no me es aún dado extenderme, pero que puede guiar al lector respecto a mis preocupaciones.
He desarrollado, hace ya algunos años, una idea cuyo decurso ha tomado un sesgo insospechado a partir de nueva bibliografía que citaré a continuación. Me refiero a la hipótesis afirmada en mi trabajo “Paradojas de la constitución sexual masculina” acerca de que la identificación masculina en términos de sexo (no de género) se constituye por la introyección fantasmática del pene paterno, vale decir por la incorporación anal de un objeto privilegiado que articula al sujeto sometiendo su sexualidad masculina a un atravesamiento paradojalmente femenino.
En este sentido, así como es imposible el posicionamiento femenino sin pasar por el atravesamiento fálico, la masculinidad sería impensable sin brindarse fantasmáticamente a una iniciación por medio de la cual otro hombre brinda al niño las condiciones de la masculinidad.
Esta constelación fantasmática sufre realizaciones y desplazamientos de acuerdo a las culturas, encontrándose esparcida bajo modos diversos. Así, en nuestros tiempos, el ritual consistente en acompañar al adolescente incipiente hasta el prostíbulo y participar con él de su iniciación sexual, da cuenta tanto de la angustia homosexual del padre (sustituido en ciertos casos por el tio en la función de acompañante) como del modo mediante el cual la orgía de machos se excita mutuamente en el ejercicio que sintomáticamente anuda la homosexualidad a su renegación. El preservativo ofrecido por el adulto al niño se constituye así en representante simbólico, metáforo-metonímico de la sesión del falo que deberá ser llenado de modo adecuado a las expectativas a través de la erercción anhelada. Prueba de virilidad que convalida la pertenencia a la horda masculina, que encuentra el goce real no en el ejercicio genital con la mujer sino en las palmadas aprobatorias y los abrazos calurosos que lo convalidan a posteriori.
Pero la humanidad ha tenido -y tiene aún- vías menos sofisticadas de construcción de la masculinidad, de puesta en acto del fantasma que la articula. Un texto que he tenido oportunidad de conocer: La homosexualidad en la mitología griega, de Bernard Sergent con prólogo de George Dumézil desarrolla mediante un estudio exhaustivo y cuidadoso de la mitología la hipótesis que sostiene que la homosexualidad iniciática en el mundo griego, más que constituir un episodio aislado, tiene un valor humano universal. Sobre sus características nos detendremos nosotros ahora, para extraer nuestras propias conclusiones, ya que es en el punto relativo a cuál es el valor universal, que versa nuestra diferencia o tal vez nuestra profundización de lo planteado por Bernard Sergent
El aspecto que nos interesa de la cuestión remite a las observaciones acerca de la iniciación sexual en Creta, que Sargent retoma de Estrabón de Amasia, autor de fines del siglo II de nuestra era: “En cuanto a las relaciones amorosas, los cretenses tienen una costumbre muy particular. Pues no es por persuasión como los amantes consiguen a quienes persiguen con sus asiduidades, sino por el rapto… El amante anuncia a sus amigos, con tres días de adelanto como máximo, su intención de proceder al rapto. Ocultar al adolescente ansiado por él o no permitirle que se ponga en el camino previsto para el rapto sería, por su parte, el colmo del insulto, pues a ojos de todos ellos significaría que no es digno de pertenecer a un amante de tan elevado rango. De modo que se reúnen y si constatan que el raptor es igual o superior al adolescente en todos los aspectos y particularmente en el rango, le persiguen y se lo entregan, si bien con suavidad y sólo por ajustarse a la costumbre, pues es para ellos una satisfacción confiárselo a fin de que él pueda llevárselo definitivamente… En cualquier caso la persecución cesa en cuanto este haya sido llevado al andreion de su raptor. Consideran digno de ser amado no al muchacho más hermoso, sino al que se distingue por su valor y por su corrección…Todos los que han asistido al rapto le acompañan, y tras haber festejado y cazado con él durante dos meses -la ley no permite la retención del adolescente por más tiempo-, vuelven a la ciudad. Entonces el niño recibe como regalos un equipo militar, un buey y un vaso -son los regalos prescriptos por la ley- y además, naturalmente, otros muchos regalos valiosos, hasta el punto de que los amigos del amante tienen la costumbre de contribuir a fin de ayudarle a soportar el peso del enorme gasto… Para un adolescente bien formado y de ascendencia ilustre es una infamia no encontrar amante, pues se atribuiría esta desgracia a un defecto de su educación. Por el contrario, se ofrecen honores a los parastátes, nombre que se da a los que han sido objeto de un rapto: se les reservan los puestos más vistosos en los lugares públicos y en los estadios y tienen derecho a distinguirse de los demás poniéndose la ropa entregada por su amante. Este derecho no se limita únicamente a la época de la adolescencia, pues una vez llegados a la edad adulta siguen llevando una ropa especial a fin de que se sepa de cada uno de ellos que anteriormente ha sido un “glorioso”(kléinòs) término que designa entre ellos al erómeno, mientras que el erastes [quien actúa sexualmente respecto del otro, tanto al marido en la pareja heterosexual como el rol masculino en la pareja homosexual] es denominado filetor”
Para quienes proponen, siguiendo la teoría sexual infantil, que el sexo de partida es el masculino, es de hacer notar que no sólo en la antigua Grecia sino en múltiples culturas, la infancia y la pubertad que anteceden a la iniciación identifican al joven con una mujer: madre, hermana, que se deberán abandonar como identidad para pasar a formar parte de la comunidad masculina.
No veremos en todos estos ejemplos que estamos ofreciendo ni una degradación moral, un accidente, un vicio, como bien lo señala Bernard Sergent polemizando con quienes así lo proponen, pero tampoco compartiremos su conclusión, que nos parece paradójicamente limitada para el tema que abordamos: La homosexualidad griega, en su opinión, es la variante local de la interpretación social de la sexualidad, afirmando que “los hombres, del mismo modo que hablan lenguas diferentes o se casan siguiendo procedimientos variados, escogen en cada cultura su modo de vivir y de definir su sexualidad”
Interpretación irreprochable, en nuestra opinión, desde el punto de vista ideológico, pero limitante en razón de que pierde de vista el hecho central: la iniciación de la sexualidad, bajo un modo pasivo, femenino, de recepción del pene de un hombre por parte de otro hombre, es un ritual de acceso a la masculinidad cuyas formas simbólicas pueden tener modos diversos de ejercicio, pero que confirma nuestra hipótesis sobre la complejidad de la masculinidad como un camino que atraviesa, inevitablemente, la femineidad.
Esto no implica que hagamos tabla rasa, en nuestra cultura, entre la homosexualidad fantaseada, la homosexualidad actuada y la homosexualidad asumida. Y es acá donde las diferencias entre las homosexualidades femenina y masculina toman un carácter atravesado por las posiciones de cada uno de los sexos en el posicionamiento originario.
Puntuemos algunas cuestiones de inicio:
Es necesario conservar la diferencia establecida en primera instancia por el psicoanálisis entre género y sexo, delimitando su carácter específico en lo que a nuestra teoría compete. Laplanche lo hace en los siguientes términos: “Conviene designar por sexo el conjunto de determinaciones físicas o psíquicas, comportamientos, fantasmas, etc., directamente ligados a la función y al placer sexuales. Y por género al conjunto de determinaciones físicas o psíquicas, comportamientos, fantasmas, etc., ligados a la distinción masculino-femenino. La distinción de géneros va desde las diferencias somáticas “secundarias” hasta el “género” gramatical, pasando por los hábitos, la costumbre, el rol social, etc.”
Al respecto cabe señalar que el género antecede al sexo en la constitución subjetiva, de modo tal que un niño sabe que es varón o mujer antes de tener ninguna noción respecto a la relación que implica esto con el placer sexual, y antes de que esto quede resignificado por la diferencia anatómica de los sexos.
Que a un pequeño varón se lo vista de azul y a una niña de rosa es, por supuesto, una arbitrariedad cultural, pero esa arbitrariedad cultural funda una realidad que se sostiene en una concordancia con un real preexistente, así como la palabra mesa es una arbitrariedad que ofrece un soporte a la cosa.
Desde esta perspectiva las alteraciones primarias de género no pueden ser concebidas por los psicoanalistas como la supervivencia del llamado polimorfismo perverso infantil, dado que este si bien plantea la coexistencia de mociones contradictorias en la infancia, no altera la dominancia del género previsto como sexo en la propuesta identificatoria que la cultura realiza de modo más estadísticamente regulado.
n Por supuesto, la diferencia de género será resignificada, apres-coup, por la diferencia de sexo y esto marcará zonas de conflicto y de recomposición tópica de las mociones enfrentadas.
n Esto último se acompaña por el hecho de que el género no recubre, a posteriori, totalmente la zona de goce que supuestamente corresponde al sexo. Y ello en razón de que las zonas erógenas están marcadas en el cuerpo de la cría humana por el modo con el cual se ejercen las funciones de implantación a partir de los cuidados precoces de un otro humano provisto de inconciente y ajeno a sus propios deseos.
n En este sentido, inevitablemente la posición de partida de la cría humana es pasiva respecto al adulto que ejerce, de modo asimétrico, la disparidad de saberes sobre el goce sexual y que ignora, al mismo tiempo, esta asimetría subsumiéndola, del lado de la conciencia, en la preservación de la vida.
n Esta primera etapa de pasividad, marca dos caminos diferentes para el niño y la niña. El varón deberá pasar de pasivo a activo con una mujer que, en razón de eso, habrá cambiado de “sexo”. Esto implicará tanto cambio de zona como de objeto, a diferencia de lo que nos acostumbramos a pensar en psicoanálisis como siendo patrimonio de la niña. En razón de ello, el ejercicio de represión de la pasividad insumirá un enorme esfuerzo que torna más marcados los caracteres de una latencia que fue considerada por el psicoanálisis como patrimonio de todos los seres humanos y cuya instalación en la niña es relativa. De ahí que en el hombre la homosexualidad cobre un carácter diferente que en la mujer.
n En la niña, por el contrario, activo y pasivo, en términos generales, se alternan: activa en la apropiación gozosa del cuerpo del hijo es sin embargo considerada pasiva en la recepción del órgano sexual masculino. Por supuesto, estas categorías son discutibles si ponemos en tela de juicio el carácter activo de la búsqueda sexual de una meta de fin pasivo. Pero dejaremos para otra ocasión el abordaje de esta cuestión.
n A partir de estas características de la sexualidad femenina, la homosexualidad cobra en la mujer un carácter diverso que en el hombre (al menos tal como se presenta con coherencia entre la teoría que estoy desarrollando y la observación no sólo clínica sino cultural): puede pasar por períodos de homosexualidad elegida tanto amorosa como sexualmente (incluso con constitución de pareja del mismo sexo de cierta estabilidad) seguidos por un ingreso a la heterosexualidad (con ejercicio del matrimonio y la maternidad) -o viceversa-, sin el nivel de conflicto que encontramos en el hombre. Más aún, la confesión de episodios transitorios juveniles de homosexualidad no cobra en la mujer un carácter tan dramático como lo hace en el hombre, e incluso aparece como una vicisitud más de la vida y no como un núcleo pregnante de la sexualidad. Puede ser comentado después de un tiempo de análisis como algo ocurrido en la adolescencia, o en la primera juventud, sin que asuma el carácter estructurante que toman los traumatismos sexuales juveniles de los hombres que han padecido episodios de seducción. En la mujer el padecimiento traumático de mayor calibre parecería estar constituido por la violación, vale decir por la intromisión contra su voluntad de algo en su cuerpo, y no por el carácter masculino o femenino de su portador.

Otra cuestión a la cual no podemos dejar de referirnos remite al hecho de que, por supuesto, la homosexualidad no puede ser abrochada a ningún estadio particular de constitución psíquica ni, correlativamente, a ninguna patología. Sus distintas formas remiten a distintos tiempos y procesos de estructuración, y no puede ser considerada bajo ninguna circunstancia patológica como tal. Existen homosexuales neuróticos, perversos o psicóticos, del mismo modo que ocurre con los heterosexuales.
La teoría de la castración ha impregnado en exceso al conjunto de la especulación psicoanalítica, y debe ser resituada en el lugar correspondiente. La mayoría de los casos de trasvestismo infantil y de transexualismo que he visto en los últimos años -cuyo número no es desdeñable-, tiene más el carácter de restitución de un aspecto fallido identificatorio con el borde de la superficie del cuerpo materno, sin que implique necesariamente un atravesamiento por la diferencia de sexos, vale decir que su estatuto es pre-castratorio. Se trata en ciertos casos de fenómenos de segunda piel, de intentos de engolfamiento en un cuerpo materno a raíz de experiencias primarias fallidas. Los modos de regresión de la elección de objeto a la identificación no los hemos observado, por otra parte, en niños que han pasado por pérdidas reales -en el sentido banal del término-, sino por aquellos en los cuales una falla primaria del proceso de narcisización materno -de ligazón y holding- es resignificado por una pérdida de carácter simbólico: nacimiento de un hermano, separación circunstancial, temporaria.
A su vez, las vicisitudes de la sexualidad infantil ponen de manifiesto los modos de subordinación del sexo al género, y esto se reensambla a partir de la pubertad. Siguiendo las líneas de comienzo de este texto, podemos decir que en el niño pequeño el deseo de ser mujer no se resignifica sino a posteriori como deseo de goce sexual. Por el contrario, un conflicto mayor se plantea en aquellos casos en los cuales habiendo asumido el niño en lo manifiesto el deseo de masculinidad, el fantasma deseante hacia otro hombre ocupa un lugar importante en el psiquismo infantil -y luego en el del adulto. El conocimiento por parte del analista de una teoría que le permita tomar en cuenta los deseos de masculinización que atraviesan el fantasma homosexual, son centrales para la evolución de la cura.
Una última observación respecto a las relaciones entre homosexualidad y narcisismo. Indudablemente la teoría del narcisismo está atravesada, desde el texto inaugural de Freud, por la convicción de que el placer producido por la imagen del propio cuerpo es pregnante en las relaciones con las cuales se establece el nexo entre ambas. Y si bien en la observación de cierto tipo de homosexualidad esto parecería ser así, la generalización no sólo es inadecuada sino profundamente errónea.
En primer lugar, porque el pavoneo ante la propia imagen ni recubre a todo el mundo homosexual, ni tampoco es patrimonio sólo de los homosexuales: no hay sino que detenerse en el acicalamiento con el cual los símbolos mismos del machismo en la cultura se constituyen: jinetas, medallas doradas, botas lustradas, para darse cuenta que el narcisismo que produce placer con la imagen del cuerpo propio es ejercicio de muchas castas tradicionalmente consideradas masculinas, y más aún, están tanto al servicio de la conquista del sexo opuesto como de la admiración del propio. Del mismo modo ocurre con la belleza femenina: la autocomplacencia por la imagen es hoy uno de los problemas mayores que enfrenta nuestra clínica cotidiana ante los síntomas de destrucción corporal efecto de los ataques autodestructivos con los cuales las histerias se ponen al servicio de los ideales “fashion” que los medios imponen.
Considerar a la homosexualidad como “amor a lo idéntico” por la identidad de los genitales me parece a esta altura de una pobreza aterrorizante para la profundidad y grandeza que el psicoanálisis ha demostrado en otros planos. Más aún, los modos de elección narcisista que Freud ofrece: A lo que uno fue, a lo que se querría ser, o al idéntico, incluyen tanto formas de amor narcisista tanto homosexuales como heterosexuales.
La diferencia de sexos constituye indudablemente un enigma mayor en la constitución subjetiva, pero sería banal a esta altura reducir los enigmas de la vida y la muerte, del sexo y el goce, al único pivote que ésta articula, como si en el rehusamiento a asumir el placer con alguien de otro sexo se anulara toda moción epistémica. Después de todo, tanto para el hombre como para la mujer, el enigma mayor lo constituye de partida el cuerpo del otro, en su dimensión de opacidad inquietante, en su angustiante ajenidad.


Entre los cuales no es el menor el ocultamiento que rige en las instituciones psicoanalíticas respecto a esta cuestión, fundamentalmente en Europa y América Latina, en la cual la institución psicoanalítica hace gala, una vez más, de los mismos métodos que han ejercido las llamadas por Freud “masas artificiales”: Iglesia y Ejército, en la hipocresía y ocultamiento de la diversidad sexual de sus miembros.
Cf. “Tres ensayos de teoría sexual”, en O.C., Vol. VII, p. 131-132, Nota 13, en particular, agregado de 1915.
Que forma parte de la edición brasileña de “Os origines do sujeto psíquico”, Artes Médicas, Porto Alegre, Editores, p.
Alta Fulla Editores, Barcelona, 1986
Ibid. P. 15-16.
Ibid. P. 62.
Problemática II, Castration, siybolisations, París, PUF, 1980 p 33, n.I

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