LA IDENTIFICACIÓN EN LA ADOLESCENCIA TIEMPOS DIFICILES

Publicado en Revista Encrucijadas de la Universidad de Buenos Aires, Año 2, Nº 15, Enero 2002. 3

 

La adolescencia es un tiempo abierto a la resignificación y a la producción de dos tipos de procesos de recomposición psíquica: aquellos que determinan los modos de concreción de la sexualidad, por una parte, y los que remiten a la reformulación de ideales que luego encontrarán destino en la juventud temprana y en la adultez definitiva. Pero estos procesos están indisolublemente ligados a las condiciones históricas imperantes, particularmente difíciles hoy en la Argentina.

Qué resta de la adolescencia como período en el cual ya han culminado las tareas de la infancia y se instaura una vía hacia la adultez constituye un interrogante no sólo retórico o de interés sociológico; su formulación está indisolublemente unida a las condiciones actuales de ejercicio de los procesos de subjetivación. En razón de lo cual la posibilidad de esbozar una respuesta se abre hacia la exploración de las circunstancias inéditas que imponen el ejercicio de la vida de la sociedad en su conjunto, lo cual nos obliga a proponer que abordar la problemática de la identidad tanto en la actualidad como en sus perspectivas futuras constituye una cuestión que no sólo se despliega por relación a la actividad intelectual específica que nos ocupa, sino que pone en juego nuestra implicación de sujetos históricos en riesgo.
No es excesivo afirmar que la dureza de los tiempos compulsa a un atravesamiento en el cual la conservación de la calma para el accionar científico no puede diluirse en una distancia abstinente que nos deje inermes ante aquello que nos captura desde el exterior, lo cual no implica, necesariamente, que la objetividad se pierda por este atravesamiento. Podríamos incluso atrevernos a decir que, en tiempos de estertor histórico, cuando grandes sufrimientos atrapan la cotidianidad de los actores, no es posible objetividad sin implicación, y el entomólogo psicoanalítico o social corre el riesgo de perderse en su especulación si la distancia que genera respecto del objeto es de tal tipo que la realidad se torne borrosa.
En razón de ello es que no hablaré del estallido de la perspectiva identificante de la adolescencia en Samoa, ni tampoco en París o Nueva York, no aludiré a ningún tipo de globalización que declame de manera abstracta sobre la sociedad arrojada a la era del vacío, sino que me abocaré simplemente a entrelazar algunas categorías generales respecto del concepto de identificación y de la noción de adolescencia, con los efectos que las condiciones históricas de esta región del mundo imponen para su constitución.

 

Tiempo de cambio

Conocemos la adolescencia como categoría que alude, desde el punto de vista del proceso de constitución psíquica, al tiempo en el cual se despliegan los modos de definición que llevan a la asunción más o menos estable de la identidad sexual y a la recomposición de las formas de la identificación, las cuales se desanudan de aquellas propuestas originarias que marcaron las líneas que articulan las relaciones constitutivas enlazadas a los adultos significativos de la primera infancia –que cada vez más debemos ser cuidadosos de no diluir en la de progenitores- para abrirse a modelos intergeneracionales o de recomposición de los ideales en un proceso simbólico más desencarnado de los vínculos primarios.
Desde esta perspectiva, la adolescencia es un tiempo abierto a la resignificación y a la producción de dos tipos de procesos de recomposición psíquica: aquellos que determinan los modos de concreción de las tareas vinculadas a la sexualidad, por una parte, y los que remiten a la desconstrucción de las propuestas originarias y a la reformulación de ideales que luego encontrarán destino en la juventud temprana y en la adultez definitiva.
Con respecto a las tareas vinculadas a la sexualidad, es indudable que hay cambios, y que la dirección no se avizora aún, si bien algunas transformaciones son evidentes. Por una parte –me limitaré a Occidente y a aquellos sectores que atravesaron la modernidad- han cambiado las pautas de iniciación sexual. Al eclipsarse la reificación de la virginidad, mientras las niñas se encaminan alegremente a sus primeras relaciones, que consideran un rito iniciático de la feminidad, los varones se confrontan a la exigencia de masculinidad y potencia, lo cual transforma esta iniciación en un examen que garantiza a través del desempeño sus posibilidades futuras y corrobora la identidad.
Habiendo dejado la familia de ser el lugar de impartición privilegiado de información en razón de que los medios han tomado a su cargo esta función, y habiendo quedado el semejante en función de mediador y metabolizador de información y ya no como fuente de proveniencia de la misma, los modelos identificatorios de la sexualidad no circulan alrededor de las figuras del entorno inmediato sino de personajes virtuales que han devenido familiares, al punto de que su destino y modos de operar forman parte del entretejido cotidiano y se convierten en opciones de cotejo intrageneracional.
La identificación sexuada a la generación anterior estalla, y a diferencia de lo que ocurrió en los años ’60 con la llamada liberación sexual, cuyo estallido implicaba un enfrentamiento –lo cual es siempre, en última instancia, del orden del enlace-, actualmente las pautas de las generaciones anteriores no interesan, ni siquiera como frente de oposición, y se genera una nueva asimetría, en este caso sincrónica, entre esas figuras mediáticas cuyo ascendiente forma opinión y quienes deben acceder a la identificación sexual estable. De ahí también la importancia de los reality shows, que constituyen un modo de ensayo virtual pero no ficcional –al menos en el imaginario colectivo -, en cuya discusión se enfrascan los adolescentes y jóvenes barajando opciones y posibilidades, proyectando y asimilando modos de respuesta ante las tareas propuestas, las cuales siempre se definen por el modo de resolución de los conflictos intersubjetivos.
Respecto del segundo aspecto, aquel que atañe a la desconstrucción de significaciones y a la recomposición de valores que el período de adolescencia impone – vale decir, a la asunción metabólica de enunciados que fueron aceptados o rechazados en la infancia por su proveniencia del adulto significativo-, es indudable que éste se presenta con mayor complejidad que en otras épocas, en razón de que la historia misma ha devastado significaciones operantes hasta hace pocos años, y las generaciones que tienen a su cargo el completamiento de la crianza de quienes vendrán a relevarlos en el proceso reproductivo y social se ven despojadas ya no de certezas sino de propuestas mínimas a ofrecer.
Esto es evidente, en primer plano, en lo que hace a la familia y a la elección de profesión. Las significaciones que estructuran representaciones del mundo en el cual se designan los fines de la acción se muestran hoy ineficaces para enfrentar, al menos, el futuro inmediato. La inestabilidad de la sociedad argentina, atravesada por acontecimientos históricos aún no metabolizados y cuyo movimiento no garantiza que se encuentre en tránsito hacia lugar previsible alguno, no puede homogéneamente determinar el marco representacional en el cual se inserten los sujetos históricos que atraviesan hoy este tránsito entre la infancia y la juventud. Los procesos de desidentificación de los adultos, obligados radicalmente a reposicionarse cotidianamente para seguir garantizando su inserción en la cadena productiva – si no en el proceso social en su conjunto – constituyen tal vez uno de los obstáculos mayores para la elaboración de propuestas que no dejen a los adolescentes y jóvenes tempranos librados a la anomia.
He marcado en otras ocasiones la diferencia existente entre los procesos de autoconservación y de autopreservación que constituyen dos ejes de la problemática de la subjetividad. Siendo el yo un residuo identificatorio que toma a su cargo y metaforiza en un conjunto representacional la totalidad del organismo, su masa ideativa se ordena alrededor de dos ejes: aquel que tiene que ver con la conservación de la vida y realiza las tareas necesarias para ello, y el que se determina como preservación de la identidad, como conjunto de enunciados que articulan el ser del sujeto, y no sólo su existencia – apelando a una cierta fórmula filosófica expandida-. En tiempos de estabilidad ambos coinciden, y se puede preservar la existencia sin por ello dejar de ser quien se es, vale decir sin dejar de sostener el conjunto de enunciados que permiten que uno se reconozca identitariamente: se puede ser solidario y tener trabajo, sobrevivir sin por ello destruir a nadie, ser generoso sin sucumbir a la miseria…. Pero en épocas históricas particularmente desmantelantes, ambos ejes entran en contradicción y la supervivencia biológica se contrapone a la vida psíquica, representacional, obligando a optar entre sobrevivir a costa de dejar de ser o seguir siendo quien se es a costa de la vida biológica. No es necesario un exceso de esfuerzo intelectual para encontrar ejemplos: las guerras, los campos de concentración, las situaciones de miseria extrema, todos ellos ponen de manifiesto que ambos sistemas pueden entrar en contradicción y dejar al sujeto inerme.
La crisis identitaria de la sociedad argentina pone hoy de manifiesto que esta contradicción acecha, al menos en sus bordes, al conjunto. La reducción de quienes se ven lanzados al mercado laboral, a la inmediatez en la búsqueda de trabajo o a la conservación del mismo, atrapados en el sostenimiento de lo insatisfactorio y, paradójicamente, con temor a perderlo, conduce a que aquellos que podrían constituir modelos sociales de inserción de los adolescentes: padres o hermanos mayores, se vean hoy provistos de herramientas para propiciar modelos que les dan garantías futuras. La temporalidad ha quedado subsumida en esta inmediatez, y en ese marco el desmantelamiento de las propuestas identificatorias cobra una relevancia mayor.
El proceso de desidentificación se ve agravado por el hecho de que el país se ha convertido en un lugar transitorio para los jóvenes que aún piensan en un futuro posible, y en un espacio sin sentido para quienes tienen vedado incluso esa perspectiva. Pero tal vez el signo más notable del vacío representacional en el que se ven sumergidos los adolescentes radique en que el discurso parental se ha ido deslizando, inevitablemente, hacia el plano autoconservativo: a lo autoconservativo inmediato cuando temen que anden por la calle porque les pueden robar o matar, o porque pueden matarse con una moto o un coche, o porque pueden quedar librados a situaciones impensadas de desprotección extrema. Y a lo autoconservativo mediato, cuando se les plantea que todo el sentido de su vida actual está regido por la necesidad de no caer de la cadena productiva en el futuro: que se diviertan lo que puedan, pero que al mismo tiempo se garanticen que sobrevivirán económicamente. Despojado el estudio de todo valor simbólico, es propuesto, en las representaciones dominantes de la sociedad, como medio de acceder a posibilidades de supervivencia. Y si el robo no es propiciado como una salida posible, ello no es sólo por los restos morales que la sociedad aún conserva, sino por la inviabilidad de un ejercicio exitoso del mismo sin acceso al poder económico o político.

 

Tiempo de angustia

El aceleramiento en la pubertad de tareas vinculadas a la adolescencia, y en la adolescencia de propuestas que deberían ser patrimonio de los jóvenes, no es sino el efecto de la angustia que rige al conjunto, del temor a que los goces no alcanzados en el presente ya no tengan lugar en el futuro, y sería de un moralismo vaciado de contenido histórico acusar a nuestra sociedad de dejarse ganar por la falta de valores y el vacío con el cual algunos teóricos del primer mundo cualifican los fenómenos que observan, porque aquello que los determina en uno y otro caso responde a causas diversas y se rige por motivaciones de otro orden.
¿Se puede realmente proponer, sin embargo, que estamos ante un proceso en el cual los adolescentes se ven sometidos, en virtud de las condiciones imperantes para los adultos, a la ausencia de un universo identificatorio posible? No parece haber racionalidad que pueda realmente sostener un enunciado de este tipo. Las instituciones mediadoras de la identificación han variado, y de ellas depende la posibilidad de recomposición de procesos identificatorios que den garantía para parar la desintegración que amenaza a la sociedad argentina. Es notable que, carentes de grandes propuestas compartidas, sigan operando sin embargo microgrupos que rearticulan modos de cohesión y de re-identificación para los adolescentes y jóvenes – e incluso para los adultos-.
Sin embargo, no se vislumbran aún grandes proyectos capaces de articular una re-identificación de conjunto de la sociedad, la cual sólo se identifica en el sufrimiento actual compartido. Siendo milagroso que aún se conserven, luego de traumatismos reiterados y desilusiones innumerables, rasgos de solidaridad y espíritu de recomposición que aún cuando no cuajen en grandes propuestas de esperanza conservan resquicios por los cuales los tres pilares de la identificación que constituyen las representaciones, los fines compartidos y los afectos ligadores todavía persistan. Es allí donde los restos de un país solidario que se define por la producción de bienes simbólicos sigue emergiendo en los intersticios; y en estos intersticios es donde se insertan las posibilidades identificatorias de los adolescentes. Desde los movimientos de rescate específico de su historia –en la cual La Noche de los Lápices ha ocupado un lugar definitivo como símbolo de una generación que trasciende- hasta la participación ya no como adolescentes que se permiten una moratoria sino fundidos en una masa que abarca varias generaciones en razón de que el trabajo o su carencia homogeneiza más allá de las particiones que la ley de educación obligatoria impone, se gestan modos de re-identificación posible. Sin dejar de lado en este balance las formas espontáneas de recomposición de la marginalidad en la cual las identificaciones recíprocas se proponen por la generación de códigos intraestamento, que intentan liberar el robo concebido como trabajo de la tutela perversa de los adultos que hacen usufructo del mismo.
Y todo ello intentando producir,  pese a todo, la recomposición de grandes espacios compartidos, recitales en los cuales las palabras de la música que escuchan suplantan al discurso político de antaño, no menos productoras de sentido que aquellas que agitaron a otras generaciones, aún cuando no puedan convertirse por ahora en propuesta transformadora limitándose así a la protesta identificatoria que les hace sentir, por un momento, que participan de un todo que los ensambla y los libera del riesgo desintegrador.
Los requisitos de una re-identificación humanizante tienen entonces algunas puntas desde las cuales sostenerse, y ello desde un proceso de identificación recíproca del conjunto, ya que no hay condiciones para proponer una perspectiva identificatoria a los adolescentes si no se recomponen las grandes líneas de la identidad que se ven fracturadas en este momento de la historia en los adultos mismos. Identidad que no puede articularse sino en el continuo de una recuperación histórica de los enunciados que, más allá de sus fallas y derrotas, formaron a varias generaciones de cuyo capital simbólico aún se alimenta el país, y al cual no debemos renunciar sin una revisión profunda que nos permita saber quiénes somos, sin una asimilación fácil de las aporías e impasses a las que fuimos conducidos, con las dosis de verdad en las cuales lo más lúcido del siglo XX se constituyó.

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