¿Es la teoría una paquetería?

Que el emperador no lleva la camisa maravillosa que se le suponía no es gran novedad, a esta altura, para nosotros. Y sin embargo la historia tiene sus bemoles. Existen quienes se contentaran con la moraleja que enseña que el acceso a la evidencia primera, capaz de ser capturada por una mente pura, infantil, no prejuiciosa, develaría así, por encima de la reverencia deificante de la masa, plagada de intereses espurios, una verdad que estuvo siempre ante los ojos de todos. Como toda develación del enigma, esta abre más preguntas sin embargo que las que finalmente resuelve: ¿cuál fue el destino de los sastres que engañaron al emperador? O peor aun, ¿cual fue el destino del emperador, habida cuenta de que lo que se puso al descubierto fue lo fantasioso de una investidura de la cual su real cuerpo carecía? Y aún más: ¿es la evidencia primera el hecho de que va desnudo, o la estupidez de quienes obsecuentemente afirmaban que iba vestido? O incluso, ¿a qué necesidad, histórica, social, obedecía la necesidad de sostener, empecinadamente, la materialidad de una camisa inexistente y, al mismo tiempo, presente?
Contada en nuestra infancia, la historia venia a reafirmarnos el valor de la verdad, el no sometimiento a cualquier tipo de poder que pretendiera constreñir nuestra capacidad de pensar, lo insubordinable del derecho a no alienarnos en el pensamiento instituido, y, como si fuera poco, nos rescataba narcisísticamente del enjuiciamiento de ignorantes al cual pretendían condenarnos maestros obtusos o pedagogos crueles. La esperanza estaba en los niños, “que siempre dicen la verdad”, proponiéndose entonces como ideales del yo no solo una practica de la verdad sino una real actitud epistémica.
No someterse a la opinión, devenir “enemigos del pueblo”, en el sentido mismo que Ibsen otorgara a la expresión, propuesta para mentes científicas en ciernes y para hombres libres que algún día accederíamos a conducir nuestro destino y a relevar a nuestros padres de todas las injusticias y miserias a las cuales los poderes los habían sometido desde el fondo de una historia que nunca, como entonces, se había revelado tan esplendorosa en su futuro.
Las grandes utopías del siglo fundamentaban la actitud epistemológica que constituyo a gran parte de los sectores más lucidos de la inteligencia del siglo. Había que arrancar no sólo a la naturaleza sus secretos, sino a la historia, a la política, a la dinámica de la cultura; conocer el secreto y transformar el objeto constituyendo el sostén ideológico, espontáneo, que guía la acción.
En ese marco se producen las grandes revoluciones científicas que heredamos. Freud produciendo modelos, modelos metapsicológicos en revisión permanente: descartables, sustituibles, equiparables, pero, sobre todo, modelos “para usar”, para aprehender de un modo fecundo las relaciones internas que constituyen un objeto que tiene la virtud de sustraerse cada vez que la red conceptual lo aprehende en sus redes. Modelos de interés teórico-clínico, dando cuenta permanentemente de las fallas de una teoría que nunca se considera completa, que es constantemente contrastada -en términos de Popper-, falsada, es decir sometida a observaciones que la desconfirman.
Así, a la teoría de la seducción se sustituye la teoría de la fantasía, de la sexualidad infantil, a la primera tópica la reinscripción de la segunda tópica, al ideal de curación absoluto el descubrimiento de la compulsión de repetición y su conceptualización en pulsión de muerte.
Lo que los filósofos de la ciencia no entendieron, cuando consideraron al psicoanálisis, junto al marxismo como pseudociencias, era que ni una ni otra eran “teorías” que al ser contrastadas por los hechos debían ser juzgadas por los propios creyentes, por la propia comunidad que las sostiene, y, en virtud de ello, abandonadas, sino que se trataba de verdaderos continentes científicos, de nuevas regiones del conocimiento -como las concibiera Althusser en los años 60-, y, a partir de ello, intrateoricamente falsables, vale decir sometidas en sus paradigmas a pruebas empíricas corroborables intra-campo capaces de inaugurar transformaciones de paradigmas y de dar lugar a sustituciones y mutaciones sin que el objeto mismo desapareciera por ello.
Es indudable que nadie puede plantear hoy al psicoanálisis como una teoría unificada pero que no admite contrastación de los hechos. En el psicoanálisis, al igual que en la física o en la biología contemporáneas, coexisten diversos paradigmas centrales que dividen a la comunidad científica e inauguran propuestas a ser seguidas por quienes se adscriben en una u otra dirección. Sin embargo, y pese a ello, es insoslayable para cualquier teoría que se precie de psicoanalítica el sostenimiento del inconciente como objeto de partida y la materialidad que lo constituye por relación a la sexualidad infantil. Ejes centrales de la obra freudiana, fundacionales de una nueva ciencia, las diversas teorías constituidas como “escuelas” han reformulado de uno u otro modo paradigmas intrateóricos a partir de los descubrimientos de base. Que el kleinismo haya puesto el acento en la pulsión, en su encarnamiento radical, y el lacanismo haya pivoteado acerca de un espiritualismo deseante cuya materialidad significante se juega en el espacio discursivo, no ponen en riesgo, en sentido extenso, el reconocimiento del inconciente en tanto objeto material -en el sentido estricto, no sustancial-, punto de partida de toda acción practica, y en la apertura a una mirada acerca de que lo específicamente humano se instaura en el orden de su no reducción a las funciones biológico-adaptativas sino a un desgajamiento esencial y en contradicción con el mundo natural, autoconservativo.
Una definición del objeto, y un modo de aprehenderlo en su procesamiento mismo, como “cosa en sí” a ser capturada en la red conceptual, en esto radica la cuestión básica de la cientificidad del psicoanálisis. Abierto a un campo nuevo de fenómenos existentes pero inaprehensibles hasta su inauguración por Freud a principios de siglo, la cuestión que resta abierta es si las escuelas pueden sostener intrateoricamente sus paradigmas de base y someterlos a la prueba de la clínica. El dogmatismo no es entonces sino la otra cara de la fragilidad misma a la cual las teorías psicoanalíticas quedan libradas cuando no someten sus formulaciones a “programas de investigación” (para retomar la propuesta expresada por Lakatos a partir de los 70).

El empirio-clinicismo, falsa salida del dogmatismo.

En un texto de reciente aparición, Pierre Bordieu analiza la situación actual de los intelectuales en el marco de una degradación del pensamiento que tiende a la restauración cultural -con todas las connotaciones regresivas que esto impone-: “El mundo intelectual, en la actualidad, es el centro de una lucha destinada a producir y a imponer ‘nuevos intelectuales’, por lo tanto, una nueva definición de lo que es ser un intelectual y del rol político de la filosofía y del filósofo, de ahora en más comprometidos en los debates vagos de una filosofía política sin tecnicidad, de una ciencia social reducida a una politología de la campaña electoral y a un comentario sin análisis de los sondeos comerciales sin método. Platón tenia una palabra magnifica para toda esta gente: ‘doxosofo’: este ‘técnico de la opinión’ que se cree sabio’ presenta los problemas de la política en los términos mismos en que se los formulan los hombres de negocios, los hombres políticos y los periodistas políticos (es decir, exactamente, todos aquellos que se pueden pagar los sondeos…) .
Las similitudes con el psicoanálisis están a la vista: que ocurre hoy al respecto?: mientras un sector se dedica a debates vagos, dogmáticos y reiterativos acerca de cuestiones que no pueden dar cuenta de la practica y que operan circulando simplemente como valores de status y consumo, reproduciendo la pirámide del poder en una marginalidad que se nutre de las migajas económicas que al poder real se le escapan, otra corriente, por su parte, comienza a proponer una renuncia a la teoría en una reificación de la clínica concebida como campo del cual surge un conocimiento “inmanente”, algo así como una suerte de segregación de la sabiduría de la cosa a ser captada directa y desprejuiciadamente por la mente del conocedor.
Ante un dogmatismo severamente golpeado por sus propios fracasos clínicos y por sus imposibilidades de generar nuevos conocimientos, la propuesta empirioclinicista deviene seductora para quienes se hartan de un teoricismo infecundo y desligado de los problemas reales que enfrentan. La clínica deviene entonces “soberana”, no para la resolución concreta del sufrimiento singular, lo cual seria indiscutible, sino en tanto fuente autonomizada de sabiduría y respuesta a los enigmas que a ella misma se ofrecen.
Un eclecticismo pragmático se entroniza en tanto modelo, ideal del yo de los psicoanalistas, en una rápida homologación confusa entre “amplitud de criterios”, “respeto por el pensamiento del otro”, y conciliación conceptual vacua; determinado esto en gran parte no por el deseo de hacer progresionar el programa de investigación propuesto sino de generar condiciones políticas y subordinación mutua de las voluntades al servicio de alianzas económicas o de prestigio que anulen las diferencias teórico-clínicas de partida.
Esto no se reduce al campo analítico en su interioridad. Se escucha formular, de diversos modos, que debemos incorporar otras técnicas o incluso retomar la esperanza biológica, o aún recurrir a una interdisciplinariedad, la cual parece inscribirse en el horizonte mítico de resolución de nuestras falencias: juntemos muchas disciplinas, muchos campos de conocimiento, y de ese modo convocante enfrentemos nuestras dificultades a partir de una ilusión totalizante que, sabemos -porque ya se ha operado esto en el pasado-, sólo vendrá a permitir el encubrimiento obturante de las miserias vigentes -de uno y otro lado-, y a cerrar los interrogantes intrateóricos no resueltos en una derivación esterilizante de las cuestiones fundacionales.
Al enunciado de la soberanía de la clínica se añade entonces el relativismo científico: el psicoanálisis es concebido como “una practica más”, como una “perspectiva entre otras”. Se da así un salto fenomenal del autoritarismo homogeneizante, del solipsismo de un discurso incapaz de tener en cuenta los desarrollos científicos de su tiempo, a una acientificidad radical: ya no existen ni paradigmas intrateóricos a la búsqueda de la verdad ni campos del conocimiento constituidos, solo “expertos”, apropiados de un saber practico que, sumado a otros, puede transformar al objeto sin que sus misterios hayan sido develados, o aún sospechados.
Sin embargo, no es la realidad “percibida” o “intuida” la que justifica la interdisciplinariedad, sino los problemas que en su interior se plantean. De no adoptarse este punto de vista, la interdisciplinariedad deviene una indiferenciación, como lo ha subrayado José Antonio Castorina en múltiples ocasiones: “La interdisciplinariedad enfrenta también las dificultades que emanan de las luchas simbólicas en los espacios sociales, e incluso un obstáculo epistemológico como la hegemonía de una disciplina, podría leerse desde esta perspectiva. Con frecuencia, los científicos y los profesionales creen que los intercambios entre las disciplinas no están influidos por la significación que ellos adquieren en el cuerpo social. Consideran que una producción de conocimientos en equipo, respetuosa de los criterios metodológicos, puede alcanzar una “neutralidad valorativa” y los protege de los intereses corporativos o de las luchas de poder. Pero muchas veces, en los equipos interdisciplinarios bajo la apariencia de la colaboración científica, se efectivizan la hegemonía de un sector profesional o científico” .
El intercambio científico entre diversas disciplinas, agreguemos, esta también determinado por el orden de cientificidad que rige cada uno de los campos en cuestión. Hace a los problemas limítrofes, por un lado, de las intervenciones que se proponen en la praxis, y a los problemas epistemológicos comunes, por otro, que se plantean en la resolución de las cuestiones a ser abordadas en el marco de las definiciones del objeto-formal-abstracto que determina el campo de pertenencia de cada una.
La garantía de cientificidad del intercambio esta dada por el avance intrateórico de las disciplinas en cuestión, por su capacidad de resolver sus propios problemas internos, y por el reconocimiento, a partir de delimitar claramente sus problemáticas, de los limites que su propio accionar proporciona. Es imposible que de la confusión surja la verdad, y esto es una ley tanto en el interior del psicoanálisis como del encuentro del psicoanálisis con otros campos del conocimiento.

Volvamos a algunas cuestiones iniciales. Los niños que denuncian que “el emperador no tiene camisa”, no sólo dan cuenta de un dato empírico, sino de una teoría acerca de que “aquello que no se ve no existe”. En este caso, y para delicia de la formación de una ética de la verdad en nuestra infancia, la teoría se correlaciona con una verdad material. Pero sabemos de lo peligrosa que puede resultar esta ingenuidad cuando se intenta aludir con ella al conocimiento científico; planteo llevado en ciertas épocas hasta el absurdo, en una reducción de lo material a lo sustancial, del tipo de aquel con el cual hemos tenido que lidiar ante el pedido de determinación de la localización anatómica del inconciente.
Si el emperador no tenía camisa y había quienes lo justificaban, la verdad no se reducía a la inexistencia de la vestidura sino al develamiento de la necesidad de la creencia en su existencia. Y, una vez develada la primera, era indudable que habría quienes seguirían insistiendo, nostálgicamente, en que se equivocaban aquellos que no reconocían la existencia material e invisible, al mismo tiempo, de la misma.
Las revoluciones científicas se producen, como dice el historiador Hobsbawm en “La era del imperio”, no cuando se descubren hechos nuevos, aunque esto ciertamente ocurra, sino cuando se abre la posibilidad de reconsiderar ciertos paradigmas. De lo que se trata es de dejar de investigar teorías que permitan explicar por que las ropas del emperador son esplendidas e invisibles al mismo tiempo, y esta cuestión “práctica” no se resuelve desde la empiria.
Lo que está acá en juego, como plantea Enrique Mari en su breve y fecundo texto sobre Althusser es una nueva problemática, dado que los modos de ver, que tienen los ojos fijos en antiguas preguntas, siguen relacionando a estas preguntas con sus nuevas respuestas en razón de que siguen enlazados al antiguo horizonte donde no son “visibles” los nuevos problemas. Es desde allí entonces que la ciencia no puede plantarse problemas sino en el terreno y el horizonte de una estructura teórica definida, lo que organiza su modo de planteamiento en un momento dado.
La acumulación indecorosa -obscena, podríamos decir a esta altura del psicoanálisis-, de anomalías en el interior de una teoría, precipita un cambio de paradigma, diría Kuhn. Pero estas anomalías no son los hechos en sí mismos, sino las hipótesis ad-hoc que los científicos se ven obligados a emplear para enfrentar la confrontación con estos hechos que los someten al fracaso.

¿Es la teoría una paquetería?

Sabemos de la crisis en la que se ve embarcado el psicoanálisis: crisis teórica y crisis de la clínica. Crisis que no se reduce a los últimos años, ya que es de larga data que nos interrogamos sobre nuestra acción y sus límites. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la obra de Freud, y con ciertos desarrollos post-freudianos, en la cual cada fracaso lleva a reconceptualizaciones constantes y a modificaciones paradigmáticas, parecería que teoría y clínica han tomado sus propios caminos. El agotamiento del dogmatismo reiterativo podría conducir a un desprecio y una renegación de la teoría, en particular bajo la influencia del empirio-clinicismo, como lo señala Laplanche en los Nuevos Fundamentos: “El imperialismo pretendidamente clínico esta en su apogeo [al menos en Francia y, como ocurre con esto generalmente, de modo residual y dependiente, lo veremos ir instalándose progresivamente en nuestro país al calor de la consigna generalizada de “muerte a las ideologías”] ningún texto, ningún coloquio pasa la barrera de esta censura si no se recubre de algunos oropeles de observación. Ya no se concibe que la experiencia pueda impregnar la teoría, que la teoría sea ella misma experiencia, que haya una practica teórica; se confunde, simplemente, experiencia y empirismo” .
He hache la cuestión clave: no confundir experiencia y empirismo. Hemos pugnado, durante años, por someter a caución las formulaciones psicoanalíticas que propician una disociación entre la teoría y la clínica, por otorgar fundamentos a nuestro accionar clínico y por concebir a la teoría como lugar de reformulación que permita abarcar los nuevos fenómenos a los cuales nos vemos confrontados.
Desde esta perspectiva es que mis desarrollos personales se orientan en la dirección de ofrecer una reformulación meta psicológica de lo originario con las consecuencias que esto trae aparejado para la clínica de niños y de someter, en este movimiento, la metapsicología a la prueba de la clínica. Ello se sostiene en una serie de premisas conceptuales que se revelan, en nuestra opinión, cada vez más fecundas y de alcances ordenadores insospechados de partida. Se trata no de seguir sumando las riquezas y miserias teóricas y clínicas que enmarcan nuestra práctica sino de un cambio general de perspectiva en la aprehensión del campo de la constitución del sujeto psíquico.
Que hay cierto agotamiento de los paradigmas anteriores no hay duda. Por un lado, la propuesta genético-evolucionista se ha revelado infecunda y es responsable, en gran parte, de la inoperancia ante fracasos de la constitución psíquica operados bajo la mirada de analistas que no pueden desprenderse del prejuicio “madurativo”. Para ser más claros: que el aparato psiquico se constituya en la infancia en tiempos definidos por los destinos de pulsión, ordenados alrededor de la represión originaria y destinados al apres-coup, no es una cuestión menor del psicoanálisis de niños. Ello hace a la comprensión de los fracasos de las estructuras segundas y por ende a otorgar algún tipo de racionalidad a los procesos lógicos de constitución del la inteligencia. Fracasos que han hecho perder anos valiosísimos a terapeutas que han visto, luego de tratamientos reeducativos propiciados a lo largo del tiempo, la emergencia de formas francamente psicóticas, en la pubertad, de niños diagnosticados en los primerísimos anos de vida como trastornos del desarrollo a partir de fallas del lenguaje, de la temporalidad o de la espacialidad.
Es en razón de esto que hemos insistido ampliamente en diferenciar entre trastorno y síntoma, entre inhibición y fracaso de los prerrequisito que hacen a la constitución de la inteligencia. Un trastorno fonatorio debe ser cuidadosamente distinguido de un trastorno estructural del lenguaje, en razón de que este ultimo expresa, claramente, una falla en la constitución del sujeto psiquico (de sus coordenadas espacio-temporales: de la persona y el tiempo verbales, de la ubicación espacial del cuerpo en tanto representación ordenadora…). Una inhibición para el aprendizaje, secundaria a un síntoma neurótico, debe ser diferenciada de una imposibilidad lógica que da cuenta del fracaso de constitución del proceso secundario, en tanto apertura hacia la negación, la disyunción, la contradicción.
Del lado del estructuralismo, el agotamiento viene por la infecundidad de una clínica que, habiendo abierto de inicio grandes cuestiones centrales para el cercamiento fundacional a lo originario, no puede desatraparse del formalismo y termina, en última instancia, haciendo tabla rasa con los tiempos históricos y propiciando una migración de la estructuración singular y de los contenidos presentes en el inconciente infantil hacia sus determinantes parentales tomados como único referencial posible.
Ello nos ha conducido a replantear un posicionamiento de “lo infantil” por relación al inconciente y, al mismo tiempo, ha propulsado la búsqueda de la determinación de los tiempos de infancia como tiempos de estructuración abriendo una diferenciación de las condiciones edípicas, de partida, y los modos de emergencia deseante del niño en la especificidad singular del psiquismo en estructuración determinación metabólica, no homotécica del inconciente infantil, por relación al deseo materno y a la función de normalización de la represión a partir de las prohibiciones del autoerotismo y del Edipo, todo esto hace a “la tarea practica”.
Que de ello podamos establecer una redefinición del objeto no es cuestión menor. La relación objeto-método esta en la base de la cuestión teórico-clínica, y una clínica fecunda deberá caracterizarse por “direcciones de ajuste” cada vez mayores entre el objeto a transformar, en su especificidad, y el método que posibilita su abordaje. Objeto no existente desde los orígenes de la vida, el inconciente, y en razón de ello obligándonos a cercar sus movimientos constitutivos, sus posicionamientos tópicos y sus relaciones posibles en los destinos del sujeto.
A partir de esto, para que el horizonte de la clínica se amplíe, es necesario sostener desde un nuevo punto la mirada. Volver a la meta psicología freudiana y retrabajarla en sus fundamentos; reinscribir, no ecléctica mente, los aportes de las grandes corrientes teóricas que propiciaron a lo largo del siglo una acumulación de conocimientos cuyo ordenamiento no es sencillo.
Solo si la teoría fuera una “envoltura”, algo de lo cual los hechos se desembarazan para vestirse de nuevos ropajes -celofán o metálico, poco importa-, podría ser concebida como una “paquetería”. Pero el hecho mismo, en psicoanálisis, no es lo fáctico: en la subjetividad es la inscripción del acontecimiento en su entramado especifico -tal como Freud definió al traumatismo-, es lo histórico-vivencial, y no lo que pura y simplemente ocurrió; en la teoría, el hecho es “el objeto en sus relaciones determinantes-determinadas”, y, en razón de ello, lo concreto no es lo dado, sino lo construido en la aprehensión conceptual de la cosa.
No hay algo en común en esta vieja propuesta que retorna en psicoanálisis, de reducir la práctica a una subordinación a la realidad misma propiciando, desde un ángulo restaurador, pragmático, una renegación de lo más fecundo de nuestro pensamiento teórico, con aquella otra renuncia que se nos intenta imponer desde otro ángulo bajo la excusa de un cierto realismo, de resignar toda esperanza de conducir nuestros propios conocimientos y junto a ello la racionalidad que pretendemos otorgarle, pese a todo, a nuestro accionar practico en el plano más vasto de la Historia?
Concebir a la teoría como una paquetería, como algo superfluo, lujoso, de lo cual desprendernos, seria entonces sumirnos a nosotros mismos en la condena a una miseria intelectual irredimible; doble destino empobrecido de intelectuales de un continente científico empobrecido, en el marco de un país empobrecido, capaces sólo de ofrecernos como factoría de los imperios tecnocráticos a cuyas formulaciones de base quedaríamos sometidos.

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