LOS “EXCESOS” DEL TRABAJO – CARAS Y CARETAS – 2006

Existen dos clases de trabajo -decía William Morris en su conferencia de 1884, un año antes de fundar La liga socialista- uno de ellos es bueno, el otro malo; uno que no está lejos de ser una bendición, una alegría de la vida, y otro que es sólo una calamidad, un agobio. La diferencia entre ambos es que en uno existe la esperanza, en el otro no. Esperanza de descanso, de fruto y de placer en el trabajo en sí: y también esperanza de que todos estos aspectos se den en abundancia y buena calidad de vida. Cuando un ser humano trabaja haciendo algo que siente que existirá porque él se ocupará de ello y así lo dispone, ese ser humano está poniendo en juego la energía de su mente tanto como la de su cuerpo. Mientras trabaja, la memoria y la imaginación vienen en su ayuda. De esta manera, el trabajo digno lleva consigo la esperanza de placer en el descanso, la esperanza de placer en el uso de lo que produce, y la esperanza de placer en nuestra diaria habilidad creativa. Cualquier otro trabajo es inútil, una tarea de esclavos: trabajar para vivir y vivir para trabajar…

Si es sencillo reconocer en este texto la opresión a la cual ha sometido durante siglos  el trabajo a la mayoría de la humanidad, también, aún con un esfuerzo psíquico importante por la nostalgia que impone, podemos recordar que hubo otra época, tan cercana que su ausencia nos palpita aún entre las manos, en la cual la dignificación del trabajo estuvo en el centro de todas las propuestas transformadoras que la atravesaron. El siglo XX fue el siglo de la recuperación del valor del trabajo como actividad fundante de la transformación en las condiciones de vida, base de todo progreso anhelado y de todo reconocimiento del valor del sujeto. Por eso el protagonista del siglo XX fue el sujeto trabajador, a quien, en los bordes mismos de la utopía, se consideró el gran agente de la historia contemporánea, de sus cambios posibles y de la reparación de todo sufrimiento pasado.

¿Quién hubiera supuesto, hace treinta años, en este país nuestro, que un grupo de población –no importa su origen, sus condiciones de existencia, su procedencia o su etnia– se iba a pronunciar porque se les deje seguir ejerciendo el trabajo esclavo, única fuente posible de subsistencia para sí y para sus propios hijos? Quién hubiera podido imaginar un retroceso a  mediados del siglo XVIII, cuando los esclavos liberados por la guerra de secesión tenían temor de apartarse de sus amos porque su destino incierto en los algodonales los condenaba al mismo trabajo que realizaban pero no les garantizaba techo ni comida?

La libertad es un bien con el cual se sueña cuando la supervivencia vital no se arrastra hacia el próximo bocado En los campos de concentración, dice Primo Levi, sólo se podía pensar en la próxima cucharada de sopa. La libertad era un sueño imposible, con una vida capturada en la inmediatez.

Si la revolución industrial expropió la fuerza de trabajo de los asalariados, la revolución tecnológica a la que asistimos viene expropiando la fuerza simbólica de producción de quienes a ella se ven subordinados. Sin niños atados a las patas de las camas, sin encierro nocturno ni apresamiento en mazmorras erigidas en plena ciudad, los jóvenes que ejercen su tarea de captura intelectual en empresas que trafican ya no con materias tradicionales sino con bienes simbólicos, se ven sometidos “voluntariamente” a jornadas que empiezan por la mañana y terminan por la noche, realizando un trabajo que no les permite conocer los resultados posibles ni las condiciones que lo generan. Asistiendo desde sus computadores y oficinas que son sucuchos tabicados sin luz natural, comiendo un sándwich mientras manipulan teléfonos y papeles, los nuevos trabajadores del capitalismo salvaje no tienen, siquiera, la posibilidad del metalúrgico que inmortalizó ese film maravilloso en el cual el personaje formula la frase que da cuenta de la preservación del deseo en medio de la maquinización a la cual se ve condenado: “Un tornillo, un culo. Un tornillo, un culo”, dando cuenta que su pensamiento puede seguir volando pese a su atrapamiento en una cadena de montaje cuyo producto desconoce y su destino le es ajeno.

La mano de obra esclava es, para usar una expresión lamentable del descargo militar, “un exceso”, devela y oculta, al mismo tiempo, la esclavización voluntaria a la cual se someten millones de seres humanos que tienen por destino la inclusión cautiva o la exclusión irremediable. Un “exceso” es lo sobrante de algo existente. Es algo generado por el producto mismo que le da su materialidad. Que alguien se muera en la tortura es  “un exceso” de alguien que se le fue la mano. Lo que se oculta detrás de esto es el exceso mismo de sadismo y crueldad, de poder omnímodo sobre el cuerpo y la mente del otro que intenta la tortura.

Por eso la contratación de mano de obra esclava debe ser severamente condenada: tanto la de bolivianos en los talleres de costura como la de argentinos en las fábricas de procesamiento de pescado de Mar del Plata. Pero que el horror de la desocupación no  nos lleve a descuidar la esclavitud voluntaria a la cual hoy se someten millones de argentinos cuyo trabajo es inhumano más allá de que “happy  ower” les de un espacio  en el cual creen recuperar algo de placer, sin saber que han perdido ya toda posibilidad de subjetivación en el encuentro.

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