Aires de pesadilla – La Nacion

He tenido en las últimas semanas un sueño que se repite: salgo a la calle y me sorprendo de la prolijidad y el orden. Un bombero lava la vereda de mi casa y el encargado del edificio me hace un gesto entre cómplice y resignado.

Poca gente en la calle, tráfico correcto. Enfilo para Carlos Pellegrini y a medida que avanzo tengo un sentimiento de malestar creciente. Primer peaje para atravesar la 9 de Julio. Eso podría explicar que haya poca gente desplazándose: la ciudad se ha tornado cara para muchos. Hay algo extraño, unheimlich , como se dice en alemán para referirse a lo familiar cuando se torna siniestro.
Voy despacito por Arenales y veo venir la luna rodando por Callao. Se detiene un momento en la casilla a pagar su derecho a circular, y tiene, bajo los ojitos, una banda que publicita: “Comunicación interplanetaria. Yo uso Moviplus”.

El malestar se torna cada vez mayor. Me introduzco en la reserva ecológica de la ciudad y rumbeo hacia La Biela. Ninguna mesa libre, las compañías de turismo las han reservado para sus clientes, que pagan veintidós pesos un café y treinta dólares un sándwich de lomito. Hay algunos pocos connacionales, que llevan una oblea de socio adherida a la ropa. Tratando de huir me dirijo al Colón para comprar entradas. La Plaza Lavalle, limpia y sin marginales, me reconforta, pero hay nuevamente algunos signos extraños: cada jacarandá tiene un banco abajo con parquímetro, en el cual hay que introducir dos pesos para obtener el derecho a sentarse quince minutos.

Nada de parejas que se besan; a lo sumo, uno que otro pajarito audaz que levanta vuelo desde el borde de un asiento cuando siente el ruido de la caída de una ficha.
Cuando me aproximo al Teatro siento un extraño olor a carne chamuscada. ¿A tanto llega el realismo del ensayo de Tosca que me voy a tener que enfrentar con una escena en la cual olores y sabores acompañen la tortura del conde? Falsa alarma, por suerte: un cartel luminoso, superpuesto a la galería art nouveau en la cual tantas veces uno ha esperado la apertura de las puertas anticipando el placer que lo espera, anuncia la existencia de un shopping . El olor que percibo no tiene, por suerte, que ver con la ópera: en la antigua confitería, convertida ahora en parte del patio de comidas, choripanes y hamburguesas, papas fritas y muslos de pollo se cocinan mientras de las máquinas expendedoras bajan ríos de gaseosas, que tienen, por fin, mejor destino que los triples de miga y el champagne con el cual alguna vez se solazaron los melómanos.

El enorme escenario está ahora ocupado por góndolas de ropa y accesorios de primera marca: en lugar de Puccini y Verdi, ahora tenemos Prada y Fendi, lo cual me hace pensar que se pretende conservar cierto nivel, más allá de la molestia en que me precipito. En un puestito se pueden comprar, de recuerdo, pedacitos del telón bordado y de los vitraux de Tiffany que alguna vez hicieron lucir al gran teatro mejor que la Scala de Milán. Por suerte, el mural de Soldi permanece en lo alto, pero la gran araña ha sido reemplazada por luz dicroica, porque no hay temor a que su remoción altere la acústica.
Me voy hacia el Teatro San Martín buscando algún espectáculo de interés y veo que ha sido alquilado a distintos sectores privados: un pastor evangélico se ha hecho cargo de la sala A-B en el Centro Cultural, y la sala Casacuberta está ocupada por un grupo de empresarios que dirimen sus negocios y hacen girar, permanentemente, el escenario económico y político de la ciudad.

Todo ha devenido en una pesadilla, y en el Ramos no puedo pedir una ginebra porque lo único que sirven es Bellini -de durazno con champagne- y Kir Royal acompañado por bocaditos de salmón. Por suerte, Güerrín permanece idéntica, porque los parroquianos del pastor siguen ingiriendo pizza y empanadas antes o después de la misa También permanecen algunas librerías, pero la venta de usados se ha restringido, porque atenta contra la salud de la población. Eso permitiría explicar por qué Fausto y Hernández se han convertido en gimnasios. Algunos lectores con pancartas, en la puerta, piden que retornen las vidrieras con Agamben y Habermas, mientras de adentro les hacen montoncito con los dedos juntos sudorosos gimnastas que se preguntan si esos nombres vienen a reemplazar al método Pilates.

Veo la posibilidad de tomar un colectivo que me lleve para el Sur y dejo pasar varios, repletos de gente. Me decido al fin a subir y me sorprendo nuevamente cuando encuentro asientos vacíos y, simultáneamente, personas paradas, incluidos niños y ancianos. Dos máquinas expendedoras aclaran el misterio: hay pasaje sentado y parado, pero la diferencia de precio es de tres a uno. Saco el de primera clase y me siento, físicamente cómoda, pero atravesada por un sentimiento de pudor moral. Me pregunto, en medio del viaje, si la vergüenza por el privilegio es algo que pueda compartir con otros o si me sentiré nuevamente una vetusta idiota, como cuando en los 90 sentía rechazo por el achicamiento del Estado y las privatizaciones corruptas.

Al llegar a Avenida de Mayo y Perú pienso en tomar un café en la London, donde nada parece haber cambiado. La mesita de Cortázar sigue intacta, frente a la ventana, bordeada por un cordón rojo. De inmediato se aproxima un mozo y quita el extremo de su gancho para dejar pasar a un señor de unos cincuenta años provisto de una palm , que se sienta a hablar por teléfono y buscar datos en su pequeña computadora. Por treinta módicos pesos, se puede ocupar la mesita histórica durante diez minutos para darle el uso que se considere conveniente.

Tomo el subte, escuchando por los altoparlantes, sin parar, música de Freddy Mercury; un enorme cartel anuncia: “Atendido por sus propios dueños”. Supongo que se refiere a los modos con los que se intenta rejerarquizar el servicio. El traqueteo sigue siendo el mismo. Los vagones están desvencijados, pero nadie se queja. “Hay que dar tiempo”, afirman muchos.

Poco antes de Primera Junta, un sacudón nos detiene, y nos vemos obligados, como siempre, a caminar hacia la salida. Alguien se arrojó a las vías y lo único que queda sobre el andén son restos de un cartel cuyas letras rezan algo así como “Y l…voté”.

Pese al horror, me alegro de la piedad de mi pesadilla, porque a diferencia del personaje de Brecht, el hombre no se colgó de un gancho de su carnicería con un cartel similar, lo cual me hubiera dejado por más de un año con una inhibición para comer asado.

 

La autora es psicoanalista.

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