Entrevista a Silvia Bleichmar* – Revista Tesis -2006

“La dictadura dejó como herencia un individualismo, un desaliento, que se manifiesta en la euforia de los 90”

-T.11 – Entre el ’69 y el ’76 el país vivió años muy intensos ¿cómo viviste esas instancias previas al  ’76?
SB: – A partir del golpe del ’66 se inauguró una época en la que empieza un cierto derrumbe de la esperanza. Teníamos la sensación de que había una épo­ca del país que acababa ya, en ese momento. En esos años me uní desde el punto de vista ideológico, a todas las opciones que se plantearon emprender otra vía y fueron tiempos muy duros. No sólo por la represión, sino por lo conflictivo que eran los víncu­los dentro de los sectores mismos que estaban bus­cando una salida. Es verdad que después del ’70 hubo una pérdida de esperanza en la justicia social y el igualitarismo en el país. Se perdió como represen­tación. Hubo una convicción en mucha gente de que pobres hubo siempre, habrá siempre y es necesario, cosa que no existió en las generaciones anteriores.


«El 1 a 1 fue una licuadora por un tor­turado, una videocasetera por un muerto, la represión por un viaje a Disney; un niño robado por un cru­cero. La dictadura dejó como heren­cia un individualismo, un desaliento, que se manifiesta en la euforia de los ’90.»


– Luego del ’76, después de cada crisis, Ar­gentina ha sido cada vez más injusta…
– Mucho más injusta. Pero lo más grave es que la injusticia se naturalizó. El menemato fue la culmi­nación de la degradación moral del país, en el senti­do de la aceptación de la corrupción, de la injusticia. En el último texto que escribí digo: «el 1 a 1 fue una licuadora por un torturado, una videocasetera por un muerto, la represión por un viaje a Disney, un niño robado por un crucero». Como que la dictadura dejó como herencia un individualismo, un desaliento, que se manifiesta en la euforia de los ’90.

– El tiempo terminó idealizando el país del ’74. Pero en ese momento había un fuerte conflic­to, que el golpe vino a resolver a favor de deter­minados intereses. ¿Qué es lo que estaba en lucha en ese momento? 
– Evidentemente lo que estaba en lucha era la resistencia intuitiva, porque no estaba tan claro para la mayoría de los militantes, el país que tenemos hoy. Lo que se estaba peleando era evitar este desliza­miento a la tercermundización, en su aspecto más negativo. Me parece que nuestra generación no era conciente. Creía que peleaba por algo mejor y no sa­bía que lo que estaba evitando era el desbarranque del país. El ideal de máxima operaba ahí como un horizonte sobre el cual plantearse la posibilidad de que el país no se desbarrancara hacia la injusticia.

– ¿Qué objetivos específicos promueven el golpe?
– En perspectiva creo que la dictadura tuvo un objetivo muy claro, que fue producir unaatomiza­ción de la sociedad civil desde frases como«¿sabe dónde está su hijo?», hasta la introducción de que el otro no es un semejante, sino un potencial peligro. La idea del portador de peste. Se produce el incre­mento del individualismo extremo y una profunda deconstrucción de los lazos solidarios que se manifiesta claramente después en las competencias eco­nómicas de los ’90. Otro legado de la dictadura es la justificación pragmática de la inmoralidad. Esto es gravísimo, es lo que hoy se debate cuando se dice por ejemplo «participemos de la guerra de Irak por­ que si no participamos nos quedamos sin contra­tos…» Yo creo que las consecuencias más graves fue­ron esas dos: la deconstrucción de las relaciones de semejantes y la justificación pragmática de la inmo­ralidad.


«Yo creo que las consecuencias más graves de la dictadura fueron la deconstrucción de las relaciones de semejantes y la justificación pragmá­tica de la inmoralidad.»


– La dictadura construyó una nueva subje­tividad?
– Al menos destruyó la anterior, no sé si cons­truyó una nueva. Tenemos los residuos de una socie­dad deconstruida, donde coexisten distintas formas. No se construyó una nueva subjetividad, sino ten­dríamos un país más homogéneo y fascista. Creo que lo que hizo fue deconstruir la subjetividad anterior sin proponer una nueva subjetividad. Nunca pidió adhesión, salvo en Malvinas.

– Recién decías «el 1 a 1 fue una licuadora por un torturado», ¿eso se refiere a la construcción de una nueva subjetividad?
– No. Tiene que ver con la deconstrucción. Una nueva subjetividad sería en última instancia la posibi­lidad de justificación de eso. Una nueva subjetividad implica una nueva forma de representación. El nazis­mo lo logró. Era una nueva subjetividad, siniestra, pero una nueva subjetividad. La dictadura no tuvo esas características. Produjo una degradación de la subjetividad anterior. Es lo mismo que ocurrió con el menemismo. Una nueva subjetividad tiene que plan­tear nuevos valores.

– El individualismo, el otro como posible enemigo, ¿no son nuevos valores?
. Sí, pero no se construyen como toda una nueva subjetividad, sino como subjetividad contra­dictoria. Fíjense que nunca el arte lo señala como algo valioso. En general lo que hay es cuestiona­miento, lo cual demuestra que no lograron construir una nueva subjetividad, en la medida en que no tu­vieron representaciones totalitarias de eso. Esto es muy importante, darse cuenta que el arte refleja en cierto modo las representaciones dominantes de una sociedad. Más, todavía, la dictadura no logró tener ni teóricos ni ideólogos públicos.

– ¿No hay elementos para pensar que se construyó un «sentido común» dominante?
– Dominante, no hegemónico. Pero no hubo una intención de producirlo como sistema hegemónico, en el sentido de lo que se llama los aparatos ideológicos del Estado, a tal punto que se deconstruye la educación. La educación es el vehicu­lo privilegiado de transmisión de las nuevas subjetivi­dades, sobre todo la educación pública. No hubo ninguna propuesta homogeneizante del Estado. Por eso no se transmitió una educación totalizante. La nueva subjetividad se produce cuando los seres hu­manos adquieren representaciones propuestas por el sistema. La consigna de la dictadura  de que acá «so­mos derechos y humanos», por ejemplo, no se la cre­yó nadie. La gente sabía que era una mentira, pero le servía para usufructuar y para poder disfrutar el mundial de fútbol. Los alemanes sí se  creyeron que eran el pueblo más fuerte del mundo, que tenían como mi­sión conquistar al resto.

– Derechos humanos y democracia no eran parte del léxico de los ’70.
– No lo fueron nunca. Es más, democracia era medio mala palabra.

– ¿Son una ganancia de la experiencia o son una marca de la derrota?
– Los consideraría como una ganancia en el sentido que es la primera vez que se plantea en el país que la violencia del poder no puede ser impune. Siempre la violencia del poder fue considerada  como parte necesaria de los sectores dominantes, con lo cual no se le da valor ni a la justicia. Creo  que el tema de los derechos humanos se instaló, pero sin terminar de calar profundamente. Por  ejemplo, toda la idea de justicia por mano propia que sigue circu­lando, indica que no hay noción de  derechos huma­nos. Coexiste con bolsones de fascismo claramente. Es una reivindicación relativa al pasado, no al presen­te.


«El tema de los derechos humanos (…) es una reivindicación relativa al pasado, no al presente.»


 

– El silencio de la sociedad civil en aquella época, ¿la convirtió en cómplice o en culpable?
– La culpabilidad tiene que ver con quien es el actor directo. Lo mismo respecto a los ’90. No somos todos culpables de la depredación sufrida. Detrás de todos esos enunciados generales, se oculta la desresponsabilización de los verdaderos responsa­bles, pero sí creo que hubo una complicidad impor­tante.
Esa complicidad que parece silenciosa durante la dictadura, se pone muy de manifiesto con el voto a Menem, haciendo la vista gorda a sus aspectos más destructivos. Hacer la vista gorda durante  la época de dictadura suponía el «algo habrá hecho, no te metás, me encierro en mi casa». En los ’90 supuso «me hago el tonto frente a las valijas de la droga, frente a Ibrahim en Ezeiza. Me hago el tonto  frente a la voladura de Río Tercero, frente al achicamiento, depredación y corrupción del Estado, etc.».

– En el caso de la dictadura, ¿en qué medi­da ese «hacer la vista gorda» se puede atribuir al miedo, al terror?
– Las experiencias de la segunda guerra mues­tran que no es así. Por ejemplo: los holandeses o los noruegos no actuaron de la misma manera que los franceses durante la guerra. Las leyes perversas sólo pueden instituirse sobre la base de algún tipo de consenso. En algún lugar el sujeto no siente que es intolerable para él mismo vivir bajo ese régimen. Hay que diferenciar entre el miedo y la justificación prag­mática del miedo, la que dice «ah, bueno, yo lo hice porque tenía miedo, yo no me metí porque tenía miedo». Una de las cosas más graves de la situación actual es la justificación moral a través del miedo. Creo que el punto está ahí, en la subjetividad, en la forma que alguien evalúa. En la novela de Feinmann sobre Heidegger -que es realmente extraordina­ria- hay algo interesante que es el momento en el cual el personaje se da cuenta que habiendo luchado teóricamente todo el tiempo por el reconocimiento de la existencia, apoyó una civilización que destruía al ser humano y lo destruía, no matándolo, sino transformándolo en un ente, para usar el lenguaje de Heidegger, y ahí se suicida. Ahí aparece muy clara­mente la cuestión, el problema es si lo que está ocu­rriendo traiciona profundamente lo que yo creo que tiene que ser el mundo. No hay justificación por el miedo a la inmoralidad.

– A 30 años del golpe ¿qué lugar te parece que ocupa en la memoria colectiva el tema de la dictadura?
– Creo que ocupa un lugar muy importante, ni siquiera te diría muy conciente. Ha dejado un saldo muy negativo, ha marcado a toda una generación y a la siguiente con el temor de la imaginación en el po­der… Una de las cosas más nefastas que dejó la dic­tadura es la incapacidad de soñar, la reducción a la política real, a lo posible, no en el marco de lo impo­sible, sino en sí mismo. Porque la utopía no puede estar en el centro sino en el horizonte y el error fue creer que la utopía estaba en el centro y no en el ho­rizonte. De todas maneras la más grave herencia de la dictadura es haber dejado esta sensación de natu­ralización de ciertos procesos y de imposibilidad de estructurar proyectos que sean de salto al futuro.
Se ha perdido esa capacidad de representarse una sociedad anhelada, no hay una representación, ni siquiera una ensoñación compartida, hay un día a día de la política y de la sociedad argentina.

– El 2001 ¿rompe, modifica esa «naturaliza­ción»?
– Yo estoy muy esperanzada, hay algo profundo que nos ha conmocionado con este nuevo proce­so en Latinoamérica donde… ¡qué suerte tenemos de estar tan lejos de Medio Oriente y tan cerca de Boli­via! Por primera vez podemos decirlo así. Son proce­sos de signo opuesto, es impresionante como el indigenismo puede no ser fundamentalista y ponerse al servicio de la recuperación de las riquezas del siglo XXI. Es muy conmovedor eso que estamos viendo. Uno tiene la sensación de cierta dignidad en el conti­nente.
Sin embargo me preocupa terriblemente la naturalización de la injusticia, el tema de la distribu­ción.
Todavía se trata de paliar la miseria y no de sostener a los argentinos que han caído bajo la línea de la pobreza. Todavía es una actitud más de caridad y conservación con vida que de restitución de la ciu­dadanía, digámoslo así. Pero de todos modos tengo esperanzas de una recomposición.

– ¿Cómo ubicás al actual gobierno con rela­ción a esta historia de 30 años?
– Yo lo ubico como un gobierno con un pro­yecto más de consolidación nacional. Al mismo tiem­po, aún no veo indicios de que se esté planteando una resolución de los problemas estructurales que tienen que ver con la distribución. Tengo momentos de identificación, por ejemplo, con la renovación de la Corte Suprema. Varios de los nuevos miembros son gente excelente. Y al mismo tiempo tengo la sensa­ción de que maniobrar con el caudillaje corrupto del interior para acumular poder no deja indemne a na­die. Es decir tengo por un lado una relación de ma­yor identificación, digamos, que con todos los que hubo en los últimos 30 años. Además, generacio­nalmente, compartimos la esperanza de una genera­ción, pero al mismo tiempo tengo mis dudas de que las ataduras permitan armar algo diferente.

*Doctora en Psicoanálisis de la Universidad de París VII  y docente en universidades de Argentina, España, Brasil, Francia y México. Ha publicado «En los orígenes del sujeto psíquico», «La fun­dación del inconsciente», «Dolor País», entre otros, además de numerosos artículos en pe­riódicos y revistas.

 

Se refiere a la última novela de José Pablo Feinmann «La sombra de Heidegger», Seix Barral, Bs. As. 2005.

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