La política es impiadosa con la moral – La Nacían -2007

Por Silvia Bleichmar
Para LA NACION

 

Desde el escepticismo a la suspicacia, los argentinos vamos recorriendo la gama de posibilidades de una filosofía cotidiana que, si tiene su espacio paradigmático en los cafés y taxis, tiñe todos los intercambios en los cuales, muchas veces, basta un gesto de hombros acompañado de un retraimiento de mentón para que el interlocutor sepa que ya nada nos asombra. Y si a la fatiga de la compasión se ha sumado, en estos años, el agotamiento de la capacidad de comprensión, es tal vez la imposibilidad de confianza en que la verdadera indignación se exprese por los carriles necesarios lo que provoca, constantemente, la sensación de desborde. Una crecida que escapa de los límites de contención, pero que no tiene aún más que forma inundante de pequeños territorios que, una vez anegados, dan cuenta sólo de un fluir incontenible de malestar, que no encuentra su cauce político para regar la sequía moral y psíquica que invade al territorio.

Se podrá decir, y la sospecha es válida, que es muy fácil enjuiciar a las clases dirigentes cuando se es un intelectual, y se puede vivir al margen del enchastre en el cual cotidianamente se ven inmersos los actos de gobierno, sea donde sea y en el tiempo histórico que transcurra. Y algo de lícito habría en el rechazo de muchas afirmaciones de crítica menor, y en cierto modo puristas, cuando la única responsabilidad que se tiene es la de observar la historia y ejercer juicios de valor sobre quienes la transitan. Pero a modo de descargo, también deberíamos reconocer que la intelectualidad argentina, que refleja por otra parte el desgaste del entusiasmo que toda la sociedad argentina siente ante años de ejercicio de política desgastada y corrupta, no se ha recuperado aún del enorme sufrimiento impuesto por la derrota del proyecto histórico del 70, pasando muchos de la cautela a la cortedad, o, incluso, a la melancólica responsabilidad asumida como sobrevivientes de aquello por lo cual tendrían que responsabilizarse los verdaderos asesinos.

Lo sabemos, la política es impiadosa con la moral, pero ello es tal no porque todo el mundo sea corrupto, sino porque más allá de la corrupción, que parece inerradicable -y en la cual se ve involucrada gran parte de la corporación política de diversos signos e ideología- las decisiones de poder, en su carácter pragmático, obligan a la elección de acciones regidas por lo que se considera necesario, contra aquello que se concibe como correcto.

A partir de la diferencia entre corrupción e inmoralidad, se perfila un aspecto de la política y de la vida que debe ser tomado en cuenta. Hay actos que no son necesariamente corruptos, pero sí inmorales, porque quienes los ejercen saben que no están bajo la opción que consideran válida y que los dejaría en paz con sus propias convicciones.

No hay duda de que los actos de corrupción siguen minando nuestra confianza en las instituciones y en la resolución que el poder tomará respecto de ellos. Pero la inmoralidad con la cual se establecen algunas alianzas políticas no necesariamente da cuenta de la voracidad económica de quienes de ellas participan sino de un afán de poder que, en su movimiento mismo, deja inermes a quienes por él se ven capturados.

La ideología: esa palabra que, como se ha dicho hasta el cansancio en la segunda mitad del siglo XX, es un imaginario que corroe el pensamiento científico y no permite vislumbrar la verdad de las determinaciones que posibilitan la aprehensión de un fenómeno. Sin embargo, como las representaciones sociales en general, como toda creencia, forma parte de nuestro mundo imaginario y permite acuerdos y desacuerdos basados en principios que determinan el piso sobre el cual se puede negociar o sobre el cual no se está dispuesto a establecer acuerdos. Sostener las convicciones ideológicas como acto de fe es tan absurdo como abstenerse de toda convicción, cayendo en el agujero negro de un cinismo en el cual la desconstrucción de la creencia es rayana en la desresponsabilidad absoluta.

De allí el pudor que sentimos, ese sentimiento que se perfila detrás de la exhibición de un acto inmoral, cuando vemos las idas y vueltas, los tejes y manejes con los cuales algunos sectores ejercitan ese llamado “poroteo”, mediante el cual se negocian lugares y puestos ante la perspectiva electoral, como si el acceso a la función pública fuera un premio de la lotería o de un bingo . Y el hecho de que se nos degrade -en muchos programas propuestos- de nuestra condición de ciudadanos a aquella de “vecinos”; no dando cuenta, al fin y al cabo, de las verdaderas necesidades que nos atraviesan, cortando las propuestas de los nexos que las determinan o escamoteando, al fin y al cabo, las condiciones que llevan a una u otra elección en aquellos programas que, más que programas de gobierno, parecen un rejunte acumulado al azar de las recorridas sonrientes realizadas por los barrios.

En el film La ultima cena , de Tomás Gutiérrez Alea, luego de escuchar el discurso del amo, Sebastián, un esclavo negro que ha intentado la huida varias veces, dice lo siguiente: “Olofi jizo lo mundo, lo jizo completo: jizo día, jizo noche; jizo cosa buena, jizo cosa mala; también jizo lo cosa linda y lo cosa fea también jizo. Olofi jizo bien to lo cosa que jay en lo mundo; jizo Verdad y jizo también Mentira. La verdad le salió bonita. Lo Mentira no le salió bueno: era fea y flaca-flaca, como si tuviera enfermedá. A Olofi le da lástima y le da uno machete afilao pa defenderse. Pasó lo tiempo y la gente quería andar siempre con la Verdad, pero nadie, nadie, quería andar con lo Mentira… Un día Verdad y Mentira se encontrá en lo camino y como son enemigo se peleá. Lo Verdad es más fuerte que la Mentira; pero lo Mentira tenía lo machete afilao que Olofi le da. Cuando la verdad se descuida, lo Mentira ¡saz! y corta lo cabeza de lo Verdad. Lo Verdad ya no tiene ojo y se pone a buscar su cabeza tocando con la mano… [Sebastián tantea la mesa con los ojos cerrados.] Buscando y buscando de pronto si tropieza con cabeza de lo Mentira, se la pone donde iba la suya mismita. [Sebastián agarra la cabeza del puerco que está sobre la mesa con un gesto violento, y se la pone delante de su rostro.] Y desde entonces anda por lo mundo, engañando a todo lo gente el cuerpo de lo Verdad con lo cabeza de lo Mentira”.

La verdad se ha puesto la cabeza de la mentira, la verdad es sólo cuerpo, la mentira es cabeza, pero cabeza de cerdo. ¿Es la verdad entonces “el sostén corporal de la mentira”? ¿Es el descabezamiento de la verdad lo que da lugar a la mentira?

Es aquí donde la devaluada palabra “ideología” debería recuperar su lugar, si entendemos por ello una forma de concebir el mundo que define el involucramiento de gran parte de nuestros actos subjetivos, nuestro accionar más cotidiano y traza los límites de nuestras posibilidades de aquiescencia a la inmoralidad de turno.

Ella se expresa, por otra parte, en la diferencia que aparece en los discursos políticos cuando emergen bloques de sentido tales como “incremento de la seguridad” versus “erradicación de la impunidad”, así como en la diferencia establecida entre la garantía de reconocimiento de derecho social versus el asistencialismo entendido como salida a largo plazo de la exclusión. No se trata de meras formas de expresión, sino del verdadero trasfondo sobre el cual se perfilan los proyectos de gobierno.

Y es también aquí donde la política debería ser restituida en su función prínceps, como ejercicio de la ciudadanía y no como puro mercadeo. De tal modo empieza a manifestarse cuando los inundados de Santa Fe piden obras de infraestructura y se resisten al asistencialismo como única respuesta gubernamental, o cuando en Misiones se rehúsan las decisiones que convalidan la corrupción ancestral, o cuando se insiste en la regulación de los transportes como única solución posible al horror de una vida cotidiana marcada por el sacrificio a todo costo por un lado y a toda ganancia por otro.

Porque el problema no está sólo en que la mentira esté a babuchas de la verdad, sino en que la verdad devenga un ejercicio que imposibilite no sólo el engaño del semejante sino el autoengaño que le da su sustento, brindándole su propio cuerpo para que se monte.

La autora es psicoanalista; escribió Dolor país .

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