Simbolizaciones de transición: Una clínica abierta a lo real Silvia Bleichmar – Revista de Psicoanalisís – 2004

Las oscilaciones entre un endogenismo para el cual el psiquismo humano forma parte de una suerte de preformado provisto de sistemas representacionales existentes desde el nacimiento – o incluso anteriores a él, sea biológico o estructural – y el sociologismo historicista que propician algunas corrientes actuales del psicoanálisis para las cuales los nuevos modos de la realidad destituyen gran parte de los enunciados vigentes desde los comienzos mismos de las formulaciones freudianas, nos obligan a reubicar las impasses y dificultades que arrastramos en nuestra teoría y sus consecuencias para una práctica clínica que no ceda a la presión de la época pero que al mismo tiempo no se aferre obstinadamente a sus propias dificultades internas.

Mi propia perspectiva de trabajo se ha desplegado, desde hace años, en la búsqueda de una racionalidad mayor para la práctica clínica, en principio a partir del psicoanálisis con niños, pero luego en razón de que – como ha ocurrido históricamente – los descubrimientos que los campos “de frontera” ofrecen y las nuevas preguntas que plantean hacen entrar en crisis las afirmaciones vigentes en el corazón mismo de la teoría, en el corpus más general de la teoría y la práctica psicoanalíticas.

En función de ello, la idea de un aparato psíquico abierto a lo real, constituido a partir de inscripciones provenientes del exterior y sometidas constantemente a su embate ha sido una preocupación central en mi tarea y en la generación de nuevas herramientas para su abordaje. Ello a partir de los comienzos mismos de mi trabajo, sobre la base del descubrimiento de las limitaciones del concepto de “interpretación” en razón de que las representaciones que producen el sufrimiento psíquico no son todas – ni en ciertos casos la mayoría – del orden de lo secundariamente reprimido, vale decir constituidas a partir de la descualificación del código de la lengua en la cual estaban insertas y recuperables así mediante la libre asociación.

Esta diferenciación fue plasmada en la conceptualización ofrecida en La fundación de lo inconciente , en particular cap.2 y 3 – donde lo “arcaico” y lo “originario” responden a dos modos del procesamiento psíquico y definen dos formas de intervención en función de que lo arcaico es lo nunca tramitado en lenguaje en sentido estricto, en el interior del código, ensamblado al doble eje de la lengua, expulsado del preconciente, fijado al inconciente, sino que opera como fragmento de realidad psíquico en el sentido más estricto, adherido a lo vivencial, inscripto pero no articulado en alguno de los dos sistemas que se rigen por legalidades y contenidos diferenciados.

Apelé en su momento, entonces, a la carta 52 de Freud – hoy 112 en la nueva edición – para dar cuenta de la posibilidad de rastrear un modo de inscripción no transcribible, llamado en los comienzos de la obra “signos de percepción”, y dar cuenta de que estos signos de percepción no son necesariamente los más antiguos que conserva el aparato psíquico sino que pueden producirse a lo largo de la vida como materialidad irreductible a todo ensamblaje a partir de ser producto de experiencias traumáticas inmetabolizables.

Busqué definir, desde la semiótica, y siguiente la obra de Pearce, el carácter de “indicio” de estos signos de percepción, partiendo de la idea de que la lingüística es insuficiente para abarcar el conjunto heterogéneo de representaciones que constituyen el psiquismo, sabiendo que este no se reduce a lo visual, ni mucho menos a lo vivido, y que es un concepto que sólo es aplicable en el interior de la práctica del develamiento del sentido, o de la construcción del sentido – en nuestro caso la práctica clínica – y no un concepto metapsicológico.

Dicho de otro modo: el concepto de “signo de percepción” es un concepto psicoanalítico, metapsicológico, que da cuenta de los elementos psíquicos que no se ordenan bajo la legalidad del inconciente ni del preconciente, que pueden ser manifiestos sin por ello ser concientes, que aparecen en las modalidades compulsivas de la vida psíquica, en los referentes traumáticos no sepultables por la memoria y el olvido, desprendidos de la vivencia misma, no articulables. Gran parte de los objetos de la pulsión – en su contingencia -, de los modos fijados de las compulsiones, de los elementos discretos – en el sentido matemático, desprovistos de contigüidad – que aparecen como representaciones sobre las cuales no son posibles las asociaciones, son de este orden. Es una ilusión del psicoanalista creer que todo aquello sobre lo cual la asociación se imposibilita es efecto de la resistencia: se trata, en la mayor parte de los casos, de elementos sobre los cuales la asociación es imposible porque se ven desligados, en cuyo caso el modo de operar debe ser diferente, y a ello me referiré más adelante.

Pero el indicio, en términos de Peirce, no es equivalente al signo de percepción. Alude a un método de lectura de la realidad, no a su inscripción [1]. Siguiendo el modelo popularizado con el cual el texto de Carlo Guinsburg trabajó la relación existente entre el método de Freud y el de Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, y sus orígenes en Giovanni Morelli, investigador acerca de la autenticidad de las obras de arte, se trata de la elaboración de hipótesis a través de elementos que intentan dar cuenta de una conexión que los hace probables como explicación de la génesis de un hecho. Si Sherlock Holmes puede saber que la huella de los pies en la tierra da cuenta del paso de un rengo, por la diferencia de impresión entre uno y otro pie, y articular una hipótesis a partir de ello, y Giovanni Morelli podía detectar la falsedad de una obra de arte no por su aspecto general sino porque era en las orejas o en las manos de los personajes representados donde buscaba el detalle que permitía rubricar realmente que había sido pintada por quien firmaba, es porque, en ambos casos, cada uno de ellos sabía lo que buscaba. Del mismo modo Freud puede encontrar el sentido del sueño buscando a través de las asociaciones y reconstruir el deseo inconciente, o articular en el caso Hans que el caballo temido corresponde a aquel del carruaje que lo llevó a Gmunden cuando la madre estaba embarazada, y que el freno que lo angustia es un desplazamiento del bigote del padre amado y odiado simultáneamente.

A diferencia del símbolo, siguiendo la clasificación de Peirce, lo que caracteriza al indicio es que no hay, a su respecto, regla de interpretación, no hay “interpretante”, no es triádico. En el caso del símbolo existe el elemento presente, aquel al cual remite, y un tercero que permite su interpretación. Hay allí convención posibilitadora del sentido, por eso el signo lingüístico es el prototipo del símbolo – sabemos que esto no es así en Saussure ni en Piaget, para quienes la diferencia entre signo y símbolo pasa por la arbitrariedad de la relación establecida. El índice – o indicio – está en contigüidad con el objeto, es, podríamos decir hoy, metonímico, pero a diferencia del ícono, no representa al objeto, sino que da cuenta de su presencia (en el caso de los íconos, pensemos en el sistema de señalización de rutas, con sus dibujitos que dan cuenta de las curvas, la presencia de animales, o el riesgo de deslave, y que está a mitad de camino entre algo que conserva siempre un atributo del objeto en su grafía pero que puede ser leído dentro de un universo compartido y tomar carácter simbólico.

El indicio, por su parte, no puede ser más que entendido término a término, dentro de una cadena singular de elementos. Si las huellas del caballo en la nieve señalan, como lo refiere Umberto Eco en El nombre de la rosa, que por allí pasó recientemente un jinete, esto alude a ese jinete en particular, a esa circunstancia, y sirve como hipótesis sobre lo ocurrido en esta circunstancia. Del mismo modo operan los objetos autoeróticos: desprendidos del objeto de placer, restos de la presencia del agente sexualizante, no lo representan, y por eso no son símbolos que puedan ser interpretados como búsqueda de aquél. El niño que se chupa el dedo no quiere el pecho de la madre, quiere los restos del cuerpo primordial que reencuentra en ese dedo; el objeto no es metafórico, sino metonímico.

Por ello el método de “interpretación” – y va entre comillas luego veremos por qué – no puede ser ni inductivo ni deductivo, sino la abducción, que consiste en el establecimiento de la relación término a término, y que tiene carácter hipotético: Es probable que, si estas huellas existen, por acá haya pasado un caballo. La construcción freudiana, en última instancia, tiene algún tipo de relación con este método abductivo: “Posiblemente cuando su hermana nació Ud. sintió que…” “Probablemente cuando Ud. pasó ese verano en Gmunden – Freud le podría interpretar a un hipotético Han adulto – Ud. haya visto a sus padre tener relaciones sexuales, sus piernas agitándose como las del caballo del carruaje que lo llevó el año siguiente con su madre embarazada…”

Para Aristóteles, la abducción consistía en un silogismo cuya premisa mayor era verdadera pero la segunda probable, definida como verosímil, no verdadera. Para Peirce, la abducción es la hipótesis que implica mayor racionalidad posible: descartado lo imposible, lo verosímil puede ser verdadero. Dicho en sencillo: “Si el dinero no vuela solo, y acá sólo estuvo mi primo Pancho, por muy horrible que sea, debo pensar que él se lo llevó” – lo cual no es necesariamente verdadero, hasta que se demuestre.

Pero dije antes que es necesario separar el modelo indiciario en su conjunto, que bien puede aplicarse a organizaciones de símbolos, para buscar la función que puede ocupar en psicoanálisis cuando se trata de concebir al signo de percepción como un índice o indicio. Tal como lo ha señalado Ginsburg, tanto Morelli como Conan Doyle y Freud tienen formación médica. En los tres casos el modelo médico, el modelo de la sintomatología médica, implica, como método, la utilización de aquello que permite diagnosticar algo inaccesible a la observación directa, sobre la base de síntomas superficiales, signos y señales a veces irrelevantes a los ojos del profano. El cazador prehistórico se basaba en indicios para detectar la presencia de su presa. A partir de indicios, señales, huellas, rastros, olores, plumas, pelos, podía conjeturar qué pasó por allí y, sumando los datos que iba obteniendo, determinar quién pasó por allí y los peligros o riesgos que implicaba para él, el acceso a esa presa. Se trata de un registro, interpretación y clasificación de datos, pero de datos que son escogidos desde algún lugar, desde una óptica particular que permite acceder al objetivo, que es el armado de hipótesis.

El modelo indiciario no es, necesariamente, el que permite la interpretación del indicio cuando estamos ante elementos que no han sido leídos previamente ni tipificados en un código. Supongamos un cazador que encuentra huellas de un animal que nunca conoció: puede tener el método, pero no puede, en modo alguno, acceder al conocimiento del animal. Más aún, puede suponer que por el tamaño de la huella está ante un pequeño ejemplar, o por el contrario ante uno grande, lo cual no es necesariamente así si se tratara de una especie absolutamente desconocida, incluso no definida por las legalidades conocidas hasta el momento. Las huellas, por otra parte, no le permiten conocer ni el color ni el tipo de membrana envolvente, ni tampoco la velocidad o ritmo de su marcha. En fin, el cazador, lo único que sabrá, es que por allí pasó un animal, e incluso no sabe todavía si es su presa o su cazador.

El ejemplo sirve para marcar la cuestión relativa a los signos de percepción, cuya proveniencia es metonímica y no metafórico de lo real. Me veo obligada, en este punto, de introducir algunas consideraciones sobre la cuestión de la realidad en psicoanálisis para que se entienda el tipo de materialidad que pretendo abordar. Pero para no dispersar al interlocutor pido que sólo se siga el razonamiento y se piense en la validez de un modo de abordaje necesario sobre el cual me extenderé en las próximas líneas.

Dije anteriormente que no siempre las representaciones que emergen, aquellas que se producen particularmente con carácter compulsivo o que llevan a fijaciones en el sentido de operar como atractores libidinales son del orden de lo reprimido sino que pueden tener un estatuto que he denominado de carácter “arcaico”. Se trata de modos de representación que no están fijadas a ningún sistema psíquico, que transitan por el aparato sin ser concientes y al mismo tiempo no tienen estatuto de reprimidas, tal como las “reminiscencias”, que eran recuerdos, decía Freud, cortadas de su enlace, y provenientes de situaciones traumáticas. Es necesario tener estos dos rasgos en cuenta para entender el carácter que asumen este tipo de formación representacional: no están fijadas por la memoria, sino que el sujeto se ve “fijado” a ellas, y no son ublicables en sus nexos de origen. Esta es la razón porque no son, en sentido estricto, recuerdos, sino “huellas mnémicas”, ya que no hay sujeto que recuerda sino presencia de lo acaecido procesado por el psiquismo. En este caso la represión no ha podido sepultar al inconciente los restos de lo traumático, que continúan investidos y operando, y que llevan a Freud a reconceptualizarlos en 1920 bajo uno de los modos de concebir la operancia de la pulsión de muerte como desligazón – desde una perspectiva mucho más fecunda y racional que la del retorno a lo inorgánico en contigüidad con la metabiología ferencziana – y se hace más que evidente, en el trabajo clínico, la necesidad de retomar la premisa formulada en La interpretación de los sueños al referirse a algo de este orden, cuando se afirma que en algunos casos el sentido de la terapia analítica es lograr el olvido – agregaríamos, por nuestra parte, no bajo el ejercicio de la represión, sino de la ligazón, del ensamblaje, que posibilita su desinvestimiento.

Las asociaciones se ven imposibilitadas, como sabemos por nuestra práctica, para dar cuenta de estos fragmentos representacionales o de estos modos de compulsión repetitiva que se manifiestan de diversos modos. Y sólo la ilusión de que todo lo que aparece en el psiquismo tiene un sentido inconciente, vale decir puede ser ligado a otro elemento que lo signifique, ha propiciado el método simbólico de interpretación que cae cuando ya no se sostiene el universalismo biologista que se manifiesta como paralelismo psicofísico representacional – teoría de la delegación – o el ahistoricismo estructuralista. Pero es indudable que desde los comienzos del psicoanálisis la teoría simbólica de la interpretación, que se sostuvo ante la carencia de asociaciones llegando incluso a reemplazarlas, vino a llenar una necesidad de sentido cuando este no puede ser construido en el proceso asociativo a partir de la interrupción de toda conexión del material lenguajero.

Es que estos elementos, si bien pueden ser puestos en lenguaje, están desconectados de su producción misma, dado que, a diferencia del síntoma o del fantasma, de las llamadas formaciones del inconciente que se caracterizan por ser transaccionales y estar habitadas por el lenguaje, sólo son de lenguaje como forma de captura y no como forma de producción. Dicho de otro modo: que alguien sepa que no deja de tener una atracción irresistible por un determinado rasgo que puede ser del orden de la condición fetichista no quiere decir que el fantasma que lo produce esté inscripto lenguajeramente y reprimido a posteriori. Incluso en ciertos trastornos de género que aparecen antes del establecimiento de la diferencia sexual anatómica, y que no pueden ser considerados del orden del trasvestismo clásico sino como intento de restitución en la superficie del cuerpo de la membrana faltante que posibilita la identificación primaria, no pudiendo ser interpretados, en sentido clásico, como renegatorios de la castración.

Pero aún ante situaciones cotidianas, habituales en nuestra práctica, los modos de interpretación simbólica obturan la posibilidad de establecer un nexo más profundo, más articulado con lo vivenciado, cuando se parte de generalizaciones en lugar de buscar, de modo abductivo, la forma de establecer un tejido simbólico capaz de entramar lo desgarrado. Es en este punto quisiera introducir el concepto de simbolizaciones de transición, cuyo sentido es posibilitar un nexo para la captura de los restos de lo real, y que tiene por sentido permitir la apropiación de un fragmento representacional que no puede ser aprehendido por medio de la libre asociación, cuya significación escapa e insiste en muchos casos de modo compulsivo, y que a diferencia de la construcción – aún cuando en el límite mismo opere la teoría – se caracterizan por el empleo de auto-transplantes psíquicos, vale decir de la implantación de contextos que han sido relatados o conocidos en el interior del proceso de la cura pero que no han sido aún relacionados con el elemento emergente.

Un ejemplo de la clínica para permitir asir estos elementos teórico-prácticos, para ver la función de lo indiciario en el interior de un proceso clínico. Se trata de un caso supervisado en el exterior hace algunos años, de una una niña con algunos trastornos generales en su funcionamiento psíquico: es una niña que tiene una carita adultificada, presenta ciertos trastornos escolares y con una historia de vida muy difícil, con separaciones y pérdidas no porque la vida las haya impuesto sino por cierta dificultad llamémosla empática de los padres: fue dejada al año y medio con una abuela deprimida durante un período de tiempo, no por necesidad sino porque los padres viajaron, sin que hubiera para ello razones de fuerza mayor – lo cual habla de una mirada ausente de los padres frente a esta abuela deprimida con la cual dejan a la niña que la deja librada al abandono de esta abuela durante algún tiempo. La madre dice que una de las cosas que ella quiere consultar – lo dice en medio de la entrevista y sin que tenga que ver específicamente con los síntomas – acerca de lo cual quiere conocer la opinión de la analista, es si está bien que la niña, cuando el papá se está bañando, entre al baño y se siente en el inodoro donde hace caca mientras charlan. “Bueno, pero la pasamos muy bien mientras charlamos, es un momento muy agradable” dice el papá. A lo cual, la mamá dice: “Será, pero a mí me parece que no está bien”.

Cuando esto me es contado por el analista le digo que, más allá del conflicto entre los padres, o del carácter que tenga para los padres esto, la pregunta que cabe es cómo se inscribe en la niña, pensando en que esta escena puede dar lugar a una impregnación anal de lo genital, o una impregnación genital de lo anal, no importa qué empezó antes y qué después, lo que importa es que la escena fija algo del orden del placer anal en la relación con la visión del padre desnudo, y algo se coagula. Pero al mismo tiempo le señalo a la analista que me sorprende la ausencia de asco en el padre (la niña tiene cinco años, no tiene un año y medio). Con lo cual, una persona defecando en el baño que no produce rechazo, indica en el padre una ausencia de asco, no sólo de pudor, porque lo del pudor puede discutirse en relación a la ideología, mientras que la analidad no tiene discusión posible. No hay ideología que justifique que se defeque en público, porque es del orden del asco primario, constitutivo del psiquismo – al punto que forma parte de las pautaciones del Deuteronomio.

Y esta escena, que me cuenta la analista, señala algo no constituido de la represión originaria en el padre, que aparece bajo este modo. Y del lado de la niña, fijación muy importante a una escena en la cual el placer anal se significa fálicamente, o en la visión excitante, pero al mismo tiempo, tal vez hay algo de lo excitante en la relación con el padre que hace que esta niña defeque en el momento en que este acto constituye el único modo de aliviar la excitación sobrante. Señalo al pasar esta idea de excitación sobrante , y su modo de organizarse a través de una forma de ejercicio libidinal concomitante.

Cuando le digo esto, el analista se impacta mucho, y me cuenta que hace muy pocas sesiones, esta niña apareció en el consultorio con un papel higiénico, trayendo papel higiénico a la sesión, lo cual me interesa subrayar en el doble engarce que marca la fijación a lo traumático como presencia de lo inligable, inmetabolizable, ejercido como compulsión y el carácter de este “fragmento” que emerge en la sesión y que debe ser resituado respecto a su función en la escena de origen. Cuando la niña llega con el papel higiénico, una interpretación simbólica podrían llegar a proponer, desde distintos esquemas referenciales, desde la intención agresiva de convertir a la sesión en un baño y al analista en un inodoro hasta la función continente, limpiadora, del analista como quien ejerce las funciones de protección y limpieza. No importa, todas igualmente válidas, todas igualmente insuficientes, e incluso fallidas, en mi opinión, por su carácter obturante del real vivido – más allá de que en algún momento pudiera el mismo acto tomar este carácter.

Lo que me importa de la escena, lo que quiero poner de relieve cuando la niña no puede dar cuenta de por qué trajo eso, sino “para mostrarlo”, es que la restitución del elemento papel higiénico en la escena originaria es del orden del indicio. Pero acá viene lo interesante: es del orden del indicio para el lector, pero no para el sujeto, porque no hay indicio en el sujeto, lo que hay es algo manifiesto que pone el signo de percepción al alcance del indicio, en tanto se trata de algo de lo real “que hace signo” para alguien. Se trata de transformar el acto en indicio, retomando la idea de Peirce del indicio como un representamen que hace signo, vale decir, algo del orden de lo real que se impone al sujeto y obliga una interpretación. Y el problema de convertirlo precozmente en símbolo consiste en rehusarle su carácter de fragmento de un real vivido, restituyéndolo al modo del detalle de una escena que puede ser articulada en el orden del goce compulsivo que impone al sujeto.

Es precisamente el carácter metonímico del papel higiénico el que, retranscripto en el análisis, toma un carácter metafórico, pero insuficiente aún, aún cuando al ser trasladado de un espacio a otro propicia un modo diferente del intercambio simbólico. Pero hay que tener en cuenta que lo principal del elemento traumático es precisamente el elemento metonímico, no metafórico; justamente, que el traumatismo se caracteriza por arrastrar restos de lo vivenciado, y la metáfora es la forma de simbolización de aquello que ha quedado ahí, sin anclaje, pero requiere el reconocimiento de su especificidad, porque es allí donde encontró los elementos investidos, excitantes, que lo encarnan.

Antes que darle entonces una interpretación hay que reconocerlo como resto del real vivido, significarlo en ese orden, y ensamblarlo respecto al objeto originario en el marco de la relación de transferencia. De no hacerlo de este modo, la interpretación no tiene el menor valor para el sujeto. En esto consiste la operatoria que yo llamo “simbolizaciones de transición”, puentes, auto-transplantes, en los cuales inevitablemente el analista incluye la perspectiva teórica pero la entreteje con los restos vivenciales y excitantes de las representaciones de quien las padece.

Hice referencia hace algunos instantes a los conceptos de “fragmento” y “detalle” sobre los cuales quisiera volver para retomar la cuestión de lo indiciario desde un autor que es Omar Calabrese, un semiólogo de Bologna, semiólogo y filósofo, quien en un libro que se llama La era neobarroca, prologado por Umberto Eco trabaja algunas cuestiones que pueden ampliar la perspectiva que estoy en vías de exponer. Se trata de concebir la relación entre la parte y el todo, ya que el detalle remite al todo, mientras que el fragmento está carente de ensamblaje, no se conoce el todo de partida. Respecto al detalle, se puede afirmar: “El detalle viene de ‘cortar de’…” y es”… perceptible a partir del entero y de la operación de corte”. Con lo cual nunca existe el detalle sin el todo, pero el todo en presencia, articulable, mientras que en el caso del fragmento, este deriva, etimológicamente, de “romper”, por lo cual “El fragmento, aún perteneciendo a un entero precedente, no contempla su presencia para ser definido. Más bien, el entero está en ausencia.” Lo cual es fundamental para el tema que estamos tratando, ya que el fragmento no sólo se ha desprendido, sino que puede no remitir necesariamente al todo, no hay a qué remitirlo.

Y he aquí lo fundamental, para el tema que nos interesa, y que espero se resignifique más adelante, cuando exponga las tesis sobre la función de lo real: El fragmento está en lo real, antecede al indicio: “La geometría del fragmento es una ruptura en la que las líneas de frontera deben considerarse como motivadas por fuerzas que han producido el accidente, que ha aislado al fragmento de su todo de pertenencia.” Ya que para estos modos de inscripción, para esta materialidad representacional, el todo de pertenencia puede no haber existido nunca como tal, siendo el fragmento lo único que queda inscripto en tanto materialidad psíquica.

“El análisis de la línea irregular de frontera permitirá, entonces, no una obra de reconstitución, como se decía a propósito del detalle, sino de reconstrucción por medio de hipótesis del sistema de pertenencia.” Y esto es lo más interesante. No se puede volver a armar el objeto, se lo puede lo puede reconstruir discursivamente por líneas en las que se articulan hipótesis, lo cual nos conduce directamente al signo de percepción freudiano. Es decir que el signo de percepción es un fragmento del objeto real, metonímico del objeto real, inscripto por desprendimiento, provisto de fuerza de investimiento a partir de su carácter excitatorio, pero que ha perdido toda referencia al real externo, que existe sólo como realidad psíquica en razón de que ha sido incluido en una realidad otra que la realidad exterior de proveniencia. Es este elemento investido, circulante, el que puede devenir indicio cuando cobra para el sujeto el carácter de un signo, cuando “hace signo”, porque él mismo se ve fijado a éste o porque alguien lo subraya – en este caso el analista – y mediante su ligazón cede en su carácter de precipitante de la compulsión de repetición.

Algunas reflexiones sobre el ingreso de la realidad al aparato psíquico

Considero necesario, a esta altura de la exposición, ubicar el tema que venimos desarrollando en el contexto de las ideas que considero enmarcan lo fundamental de mi pensamiento, o incluso algo que podría ser considerado como un momento de organización de algunos enclaves respecto a la cuestión del inconsciente y a la heterogeneidad de las representaciones psíquicas, para posicionar respecto a esto los diversos estatutos de ese exterior que llamamos en general realidad.

Se trata de exponer aquellos elementos que podrían ser considerados como las tesis actuales que enmarcan el realismo del inconciente y su materialidad, partiendo de la dirección asumida a lo largo de mi trabajo que concibe, siguiendo a Laplanche, a la tópica psíquica como de origen exógeno, traumático, y en décalage respecto a sus modos de organización. Expuestas al modo de tesis, se sostienen sobre tres paradojas que permiten reubicar los conceptos de antes expuestos y su fecundidad clínica.

La primera de ellas plantea que la realidad psíquica es del orden de un pensamiento sin sujeto, un pensamiento no pensado por nadie, y que antecede a la instalación del sujeto en los términos que la filosofía ha propuesto: como sujeto reflexivo por oposición a su objeto. Es esta realidad psíquica pre-subjetiva la que deviene luego para-subjetiva, si diferenciamos psiquismo de subjetividad, de modo tal que el inconciente no será nunca atravesado por los modos de funcionamiento de la lógica y la intencionalidad del preconciente, lo cual lo sitúa en términos de res-extensa, de realidad psíquica en sentido estricto, de materialidad no reductible a la conciencia.

Las consecuencias de esta tesis para la práctica clínica son importantes, en la medida en que libran de la re-subjetivación del inconciente, que se manifiesta en particular por tomar los resultados de la acción como su motivación. Ej: que la pulsión oral, acéfala por definición – como le gustaba decir a Lacan -, regida por el atrapamiento del objeto parcial mediante el cual intenta su consumación – siguiendo a Klein – vaya ciegamente hacia una meta que pone en riesgo la vida del sujeto no quiere decir que en su inconciente haya alguien que quiere suicidarse, sino simplemente que quiere comer muchas milanesas sin detenerse en las razones del yo, al servicio de la autoconservación de la vida y de la autopreservación narcisística, que le indicarían que ese acto es mortífero para su corazón. No es el deseo de muerte del sujeto lo que guía su acción compulsiva – comer, fumar, conducir a velocidades de riesgo – sino la ausencia de fuerza ligadora en el que lo deja librado a riesgo de muerte la que opera. No es el deseo de muerte por SIDA sino la ausencia de recaudos que la pasión pone en marcha, la que pone en riesgo a alguien que no establece las acciones mínimas que lo preservarían del riesgo. En el inconciente para-subjetivo, no hay “otro yo” que quiere lo que no quiero, o lo que no reconozco que quiero, sino deseos que atentan constantemente contra la autopreservación y autoconservación que el yo toma a cargo.

La segunda tesis es que esta realidad psíquica es efecto de un objeto exterior, que proviene de un tipo de realidad que es del orden de la sexualidad humana, pero que en su implantación pierde toda referencia a este exterior. Esto es fundamental para discutir la categoría de las representaciones efecto de traumatismos severos (su carácter simbólico o no, tal como lo hemos señalado en párrafos anteriores). El conglomerado de signos de percepción residuales a la vivencia de satisfacción son reinvestidos en la alucinación primitiva, y constituye el embrión de toda simbolización posible. Pero estas inscripciones no son en sí mismas simbólicas, porque aún cuando fundan la realidad psíquica, son el origen de lo que Castoriadis hubiera llamado “imaginación radical” – crean objetos no existentes en el mundo exterior, producen una realidad que no las antecede – son el embrión de toda simbolización posible, pero no son sin embargo simbólicas porque no remiten a nada más que a sí mismas. Recordando la definición de símbolo antes expuesta, es inevitable que para que haya símbolo tiene que haber por lo menos dos elementos, en realidad tres porque tiene que haber dos elementos y una regla de interpretación, lo cual no existe desde los comienzos de la vida. No es por otra parte el pecho como tal el que se inscribe, sino la vivencia en la cual se amalgaman aspectos del objeto y del incipiente aparato psíquico al cual denominamos sujeto más allá del reconocimiento de la imprecisión que esto tiene. Es en ese sentido que afirmamos que la alucinación primitiva es un embrión de simbolización pero no es todavía simbólica de nada. Constituye el embrión de toda simbolización posible, pero no es simbólica porque no remite a nada más que a sí misma. Siendo en ese sentido realidad psíquica, porque es la fundación de una realidad otra, de una realidad de carácter material que no corresponde ni a la subjetividad, ni tiene existencia en el mundo exterior.

La tercera de estas tesis es que estas representaciones, siendo el efecto de inscripciones que se producen en el tiempo, no son históricas, porque no están atravesadas por la categoría de tiempo. En ese sentido, son historizables a posteriori del lado del sujeto cuando puedan ser situadas como recuerdos, ligándose al preconsciente, o, en el caso del sujeto en sentido estricto, del lado del yo. Siguiendo el modelo del capítulo VII de La Interpretación de los Sueños , se puede decir que en el inconsciente el tiempo deviene espacio, sistema de recorridos. Es del lado del sujeto que espacio y tiempo toman el carácter de a prioris de la experiencia. Pero también podríamos pensar que en tanto el yo está fundado por el narcisismo del otro, el a priori está en el otro; tiempo y espacio son categorías que enmarcan los cuidados que el adulto da al niño si tiene preconsciente que pueda establecer la regulación de estas acciones. Esta idea de que no basta con que haya un adulto, sino que tiene que haber un adulto con una tópica funcionando, es una idea central de lo que yo planteo; y que el problema no es que el adulto tenga el lenguaje en el sentido de habla (o de hablar), sino que tenga el preconsciente funcionando y capacidad de emitir enunciados respecto a la cría. Y estos enunciados organizan estos cuidados, no hay una transmisión directa del enunciado. El problema del niño no es el ser hablado, sino que es constituido en el marco de organizaciones témporo-espaciales que lo preceden y de deseos que se inscriben en el lenguaje que lo captura.

La cuarta tesis que quiero proponer es que el psiquismo humano, producido por el esfuerzo de procesar elementos para los cuales no está genéticamente preparado, elementos que exceden la información biológicamente transmitida, obligado a articularse, procesar, metabolizar, elementos provenientes de esta realidad-exceso que el otro humano ofrece con la sexualidad que infiltra en sus cuidados precoces, no se activa por la ausencia de un objeto de autoconservación – el pecho nutricio, o la leche que brinda – sino por los excesos, por el plus circulante que de este objeto emana. En este sentido es que consideramos que es el exceso que genera ese plus que no se reduce a la autoconservación, y que da origen a la libido no por efecto de la contingencia del objeto sino porque este objeto mismo da cuenta de la contingencia de la pulsión misma, el que da origen a la representación. Que esta representación se active con la falta del objeto, no quiere decir que cese ante su presencia. Son dos órdenes diversos que encuentran su ensamblaje y que hacen insoslayable el recubrimiento de lo real por parte del orden humano. El descubrimiento kleiniano sobre la función de la proyección como constitutiva debe ser rescatado de su destino de defensa a ser destituída en razón de que el psicoanálisis ha conservado la ilusión de un sujeto enfrentado a un objeto cognoscible tal cual como efecto de la impronta positivista del comienzo de las ciencias del siglo XX. El carácter terciario que Lacan otorga a la construcción de la realidad va en esta dirección, al proponerla articulada entre el lenguaje y lo real, atravesada por lo imaginario e imposibilitada de ser aprehendida en sí misma. Es precisamente en el signo de percepción, en lo indiciario recuperado como modo de ensamblaje, que proponemos una clínica que aproxime más a lo real de la vivencia y que cuestione tanto la suficiencia del significante como la hermenéutica trans-individual.

La realidad psíquica, entonces, siendo del orden de lo que no surge de la autonomía del sujeto, pero tampoco de la trascendencia subjetivizante del otro grande, del inconsciente concebido como un otro, incluso si es el efecto de un proceso que proviene del otro. Pero de un otro que no sabe lo que está implantando, lo que permite la metábola del lado del niño, y constituye la singularidad de esta realidad nueva. De ahí que entre la realidad exterior, que ingresa, y el psiquismo que metaboliza, un proceso de descualificación y auto-engendramiento sea plausible de producirse – para emplear esta expresión que Piera Aulagnier posibilitó con su obra, y arrancó del solipsismo para restituir en el eje mismo que la constituye: el hecho de que el psiquismo humano proceso lo que le llega, lo articula de modo diverso a la materialidad de partida, y genera con ello un orden nuevo, una neo-creación que pone al servicio de la producción de cultura y de su atravesamiento deseante.

No puedo terminar estas líneas sin dedicar algunos párrafos a la función de la realidad exterior al aparato psíquico, para lo cual comenzaré por señalar los modos de inclusión-exclusión que considero necesario categorizar respecto a lo interno y externo que le compete. Constituida la tópica por partes-extra partes, el inconciente debe ser considerado como del orden del interno-externo: externo al yo – interno al aparato psíquico – externo al sujeto que pretende emplazarse en su centro -. El cuerpo, del cual no hay fuga posible, es exterior al aparato pero intrínsecamente soldado a éste, de modo que lo caracterizamos como del orden del externo-interno. La realidad exterior, es del orden del externo-exterior, y como tal lo que nos compete es ver los modos con los cuales su impacto se hace presente en el psiquismo y cuáles son los modos con los cuales opera.

Primera cuestión respecto ahora a la realidad exterior – se trata de tomar partido y de ejercer un movimiento superador de las opciones establecidas hasta la actualidad, superación que lamentablemente no implica síntesis, sino pérdida y neocreación. Para ello, ubicar la realidad exterior no como campo homogéneo, sino en toda su complejidad y diversidad. Realidad exterior, en primer lugar, tal como fuera definida de modo casi rudimentario por el Freud del Proyecto, cuando alude a procesos continuos que ejercen constantes estímulos discontinuos para el aparato anímico. Pero realidad exterior que no sólo incide sino que constituye, en razón de que introduce de modo permanente desequilibrios que obligan a un trabajo de ligazón y evacuación, complejizando las funciones y constituyéndose en motor del crecimiento psíquico. De esta realidad exterior, dos son los órdenes privilegiados: el cuerpo y el otro humano, ambos generando las condiciones que propician la emergencia de toda representación, de todo pensamiento [2]. Realidad exterior, por otra parte, que no es constituida como campo representacional de homogénea ajenidad en razón de que no existe aún un sujeto posicionado en el adentro.

Realidad exterior que opera desdoblada bajo dos modos una vez constituido el sujeto psíquico: por un lado como realidad significada o significable – en términos de Castoriadis: instituible -, capturada por el lenguaje y – esto lo consideramos fundamental: – no sólo por el lenguaje como código organizador sino por los discursos significantes que le dan forma y la transforman en instituyente, y por otro la realidad no significada, no capturable, exterior no sólo a la subjetividad sino a los modos con los cuales el discurso socialmente producido [3] permite su captura, pero que ejerce, sin embargo, impacto traumático en el borde mismo de lo significado. En este sentido, el intento triádico de Lacan, que permite salir de la bipartición sujeto-objeto y redefinir el campo de la realidad en la franja que articula el lenguaje y la mirada, o la intersección entre el registro de lo simbólico y el de lo imaginario, abre una vía importante pero no resuelve la cuestión. A la oposición lengua-habla con la cual Saussure categoriza la relación código/ejercicio del lenguaje, le introduce el concepto “discurso” que implica la presencia de los modos coagulados significados al sujeto de la presencia lenguajera del otro humano. Es en este lugar que debemos introducir, por nuestra parte, el discurso instituido socialmente como instituyente de las formas de representación de la relación al mundo por parte del sujeto psíquico: en esta mediación que ejerce el otro humano, atravesado por sus deseos y prohibiciones, se define la transmisión de representaciones que constituye, en un todo, al yo como masa ideativa en la cual se define la representación que tiene el sujeto de sí mismo – ideológicamente instituida: ser lindo, feo, rico, pobre, blanco, negro… no regido esto por cualidades morales que remiten al superyo sino por formas de clasificación valorativa de lo dado, no como emblemas-meta, ni en el registro de la culpabilidad, sino de la propia autoestima y del registro del otro.

Más allá de ello, la realidad material del mundo cuyos efectos sufre el sujeto psíquico sin cobrar aún conciencia de la existencia de su especificidad – la radiación, por ejemplo, antes de su descubrimiento, o el inconciente, produciendo síntomas antes de que Freud le diera categoría de objeto no sólo teórico sino del mundo exterior al campo del pensamiento. Realidad cuya materialidad no radica en su sustancia sino en su existencia independiente del conocimiento, conciencia y voluntad de los hombres. Y es en este sentido que el inconciente es del orden de una materialidad no reductible al cerebro, constituyendo un objeto perteneciente al campo de lo real antes de que el sujeto pueda aprehender con el lenguaje tanto sus efectos como su sentido, y perteneciendo en este campo de lo real ya que su conocimiento no agota su existencia.

Definir entonces la relación del aparato psíquico con la realidad, o el impacto de la realidad en la subjetividad, obliga a reconocer diversos tipos de realidad y a ubicar su incidencia, su impacto, en los diversos tiempos y modos de funcionar del sujeto psíquico. [4]

1)
Relación del inconciente con la realidad. En los orígenes, como productiva, a partir de ese modo tan particular de ensamblaje entre la realidad exterior del cuerpo y la del otro humano, que con su operatoria en la resolución de la necesidad genera las condiciones del plus de placer que da origen al campo representacional. En el sujeto constituido, se trata de un real no constituido, del impacto de lo real que ingresa de manera descompuesta, desarticulada, tal como lo muestra el modelo del capítulo VII de “La interpretación de los sueños”, en el cual el polo perceptivo no alude a la percepción organizada sino al ingreso de lo real metabólicamente inscripto y rearticulado en sistemas que se caracterizan por oponer huella mnémica y significación discursiva – de representaciones-palabra. El inconciente sufre, entonces, embate de la realidad exterior, pero no como realidad significada sino como realidad constituyente de los sistemas de representaciones y de la invasión y destino de cantidades – vale decir de mociones de afecto, con incidencia en las series placer-displacer. El inconciente está abierto a lo real, pero no a la realidad significada, en virtud de lo cual todo lo que es del orden externo al aparato ingreso por dos polos al mismo tiempo: desarticulado del lado del inconciente, pero produciendo movimientos de investimiento que generan cambios en la cualidad afectiva de lo inscripto, de modo tal que le da “sentido” a lo que ingresa sin que ello implique “significarlo”, y del lado del llamado polo perceptivo, que en realidad podríamos considerar como organización discursivo-significante, interpretante del mundo exterior.

 

2)
Relación del yo con la realidad: he aquí uno de los puntos más débiles de los enunciados freudianos, que quedan circunscriptos a un dualismo en el cual sujeto-objeto se enfrentan bajo modos de la teoría clásica del conocimiento. El psicoanálisis, por otra parte, no pretende desde sus comienzos construir una teoría de las relaciones del sujeto “con la realidad” sino con esa realidad particular que constituyen los objetos libidinales – sexuales y de amor, de las pulsiones y del yo. Sin embargo, aparece constantemente, y no sólo por afán de dominio sobre todos los campos de incidencia de la subjetividad sino por desprendimiento necesario de sus propias formulaciones, el avance sobre una teoría de la relación del sujeto con el mundo en general, teoría articulada – y esto constituye su novedad – por líneas que no son del orden de la autoconservación biológica sino por líneas libidinales, representacionales de algo que viene, precisamente, a enfrentar, en principio, la autoconservación y luego a vicariarla.
Por nuestra parte, y este es el aspecto central que creemos necesario desarrollar, es acá donde se define lo fundamental de la relación del sujeto a la llamada realidad-social, siempre y cuando podamos abandonar todo lastre teórico que considere al yo como el lugar de conocimiento de la realidad y al inconciente como infiltrando de fantasía a un yo percepción-conciencia que supuestamente se relacionaría de modo directo con el objeto si no mediara la presencia contaminante de la misma.
Respecto al yo, dos necesarias diferenciaciones para abordar la relación con la realidad – o la constitución de la realidad. En primer lugar, la categoría yo no recubre al preconciente freudiano: ambos se superponen sin recubrirse, y entran en relaciones complejas. El preconciente se define por la presencia de la lógica – negación, temporalidad, tercero excluido – y del lenguaje en tanto articulado por el código; el yo constituye, por su parte, una masa libidinal en la cual se juegan posiciones libidinales y modos de articulación de la identidad y la defensa. [5]. Si el preconciente provee las herramientas de conocimiento del mundo el yo inviste ese mundo para que surja el deseo de su conocimiento – así como puede operar como forma misma defensiva del desconocimiento respecto al inconciente, u obstaculizar la relación con el conocimiento a partir de sus propios enclaves narcisistas o de la generación de angustia que le produce ese conocimiento.
En segundo lugar, al haber establecido en el interior del yo una diferenciación que implica que este toma a cargo tanto la autopreservación como la autoconservación del sujeto, estos dos aspectos conllevan una relación con la realidad que articula toda la relación social al mundo en sentido estricto: amorosa y política – entendiendo por político, en este caso, los modos pautados con las cuales las relaciones sociales ejercitan la pautación del deseo y el acceso a los bienes que permiten si no su realización al menos la resolución de sus derivados.
Estos dos ejes: autopreservación y autoconservación constituyen el punto nodal con el cual se articulan los procesos mediante los cuales la realidad instituye o destituye formas de la subjetividad. Es sobre este punto que volveremos luego para marcar las formas con las cuales se juegan hoy los procesos de des-subjetivización y re-subjetivización en la Sociedad Argentina.
3)
Respecto al superyo: La realidad que lo instituye es indudablemente exterior al sujeto, discursiva e inscripta bajo modos coagulados. Como dice Laplanche, sus enunciados estando constituidos por imperativos de proveniencia exógena – heterónoma – que el sujeto considera autónoma – provenientes de sí mismo. Son estos rasgos lo que le dan el carácter de atemporal e impersonal: “No se hace, no se piensa” porque decirlo o pensarlo puede acarrear daños terribles para sí mismo o para el objeto amado, lo cual merece el castigo más terrible. La dureza del castigo generada a dos vías: por el desconocimiento del sujeto respecto a su propio deseo – en razón de que eso no se piensa – y por el carácter no hipotético sino categórico del castigo.
En este sentido el superyo sufre los efectos de una realidad exterior a él que lo constituye, se articula con la realidad psíquica del inconciente, pero no tiene relación con la realidad exterior al aparato, y en virtud de ello es posiblemente la instancia más ajena al embate de la realidad – en virtud de lo cual transmite una legalidad que se anacroniza permanentemente a través de las generaciones operando al modo de un enclave desadaptado pero paradójicamente regulador. Gran parte del debate respecto a las transformaciones posibles en el campo ideológico circulan alrededor del derecho o no del sujeto a transgredir mandatos de base del superyo y reformular el contrato social acorde a sus tiempos.[6]

 


[1] Se puede consultar Ginzburg, Carlo: en Crisis de la razón , Siglo XXI Ed., México, y también Umberto Eco y Thomas A. Sebeok: El Signo de los tres: Dupin, Holmes, Peirce, Ed. Lumen, Barcelona, 1989

[2] Acá, como en otros puntos de este trabajo, quedarán para otros desarrollos las cuestiones que aparentemente cerradas guardan, sin embargo, sus propias aperturas y complejidades. En este caso, y a modo de ejemplo, el desdoblamiento del cuerpo en las categorías de erógeno y autoconservativo, y también la función reequilibrante de lo biológico y desequilibrante de lo libidinal, que constituye el otro humano.

[3] Considerando discurso socialmente producido a aquel que en sus diversas formas es producto del trabajo social de los seres humanos, incluido en ello el discurso científico.

[4] Estamos empleando la expresión “sujeto psíquico” de manera amplia, para aludir a la totalidad del aparato psíquico, y no en sentido estricto: como lugar de enunciado o como categoría gnoseológica, opuesto a objeto, entre otras opciones.

[5] Identidad y defensa están más estrechamente unidos de lo que se supone: ser una mujer honesta, en tiempos de Freud, implica defenderse de la sexualidad. Ser un hombre potente, en todos los tiempos, implica defenderse de la angustia de castración, o de feminización, y su representación de adultez, la impotencia.

[6] ¿Cuál es el límite de “respetar padre y madre”, cuando esto se extiende a toda autoridad? ¿Cuál es el límite del “No matarás” cuando el otro ha devenido cruel y atacante para la propia vida y la de los seres amados?¿Cuál es el límite de “No robarás”, cuando los modos con los cuales se instituye la regulación de la riqueza se basan en el robo legalizado por lo cual el robo mismo deviene una forma de restitución de la propiedad y no de expropiación de la misma? En el imaginario del sujeto la tensión entre ley y derecho no es tan lineal, y mucho menos en sociedades deterioradas y basadas en la injusticia.

 

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